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26 de abril de 2024





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El burro consentido
Tuve la suerte de encontrar en los potreros una burra hermosa que me dio tres burritos, ahora felizmente casados, en unión monógama, por supuesto, como deben hacerlo todos los burros practicantes.
Juan José Bocaranda E.

Foto: CORTESÍA

El burro consentido. / Foto: CORTESÍA

29 Abr, 2018 | Y en mi pueblo, viendo la gente cómo me había convertido en burro feliz, decidieron consagrarse burros como yo. Pero la fama tuve que ganármela a punta de esfuerzo. Mi madre me llevó a la escuela para que "no fuera burro como ella". Allí, la maestra Ofidia se encargó de inculcarme la idea de que era bruto. Y, además, conté con la colaboración desinteresada de los compañeros de clase, quienes me lo recordaban a cada instante. Y Ofidia con el grito de "¡burro, burro, burro!", con tal ensañamiento, persistencia, ardor y énfasis, que logró convencerme, aunque por mucho que yo me revisaba no encontraba en mí ni un taquito de rabo.

"Ramón el burro", me bautizó, y "Ramón el burro" quedé para siempre.

Todas las noches tuve pesadillas y en ellas yo era el burro del pueblo. Me despertaba temblando, sudando frío, pero a la vez con un calor intenso. Y gemía, y lloraba y clamaba. Y tenía miedo de volverme a dormir. Y mi madre maldecía el día en que se le ocurrió llevarme a la escuela para que me graduara de burro.

En la oscuridad del cuarto, espesa, pesada como una tela negra, sentía pavor, y procuraba mirarme las manos, y eran patas de burro lo que veía.

Pero, una noche milagrosa comencé a tener sueños en los que retozaba tan tierno y gracioso como el burrito Platero. Al amanecer pasé a ser un burro ensoñador. Y comencé a revolcarme entre las flores, el mastranto, la yerbabuena, la albahaca, la menta, el romero y el perejil de los jardines y de los campos, por lo que andaba oliendo siempre a burro florecido.

Me gané la gratitud del pueblo porque recorría las calles repartiendo aromas de alegría. Y visitaba el hospital y perfumaba a las enfermeras, quienes me llenaban de besos y me llamaban "burro consentido". También a las parturientas, para que los niños salieran del recinto del más allá, acicalados y bonitos. Hasta los cordones umbilicales quedaban impregnados para siempre de esos efluvios de Paraíso Terrenal. Las enfermeras y las camareras se los llevaban a sus casas y los vendían a los turistas como amuletos de la buena suerte. O se los colgaban del cuello a las hijas para que atrajeran novios por docenas. Y las niñas, ¡felices! Con tres o cuatro novios al mismo tiempo… para ensayar infidelidades…

Tuve la suerte de encontrar en los potreros una burra hermosa que me dio tres burritos, ahora felizmente casados, en unión monógama, por supuesto, como deben hacerlo todos los burros practicantes.

Yamevoy se saturó de tanto aroma de burro perfumado, que atrajo extranjeros por millares, pues ¿quién no iba a cambiar durante unos días un ambiente hediondo a humo de carros, por un ambiente celestial?

¡Ahhh! ¡Qué agradable sentirnos burros porque nos nace. No por imposición. Porque la violencia arranca los sueños y siembra las pesadillas. Uno se siente importante, que ha venido a este mundo a dar, no a recibir. Desaparece el egoísmo, y nacen la generosidad y el sentido de colaboración y de solidaridad. Pero por sobre todo se fortalece la indispensable virtud de la "paciencia de burro", tan necesaria para hallar camino a la santidad.

Hoy, los turistas tienen la oportunidad de visitar la "Plaza del Burro", creada en homenaje a mi persona desde que se me otorgó el Premio Municipal de Ecología porque depuraba el ambiente con mis burradas aromáticas.

Todo, todo, gracias a Ofidia, esa catira fea que supo hacer gala de sus extraordinarios conocimientos pedagógicos para beneficio mío y del pueblo, como debe ser.

En mi Plaza reza este epitafio: "Como homenaje obligado, el Pueblo de los Burros a Ramón el Burro, hermano consanguíneo de la maestra Ofidia".




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