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Poesía y resurrección
Tal vez fue Jesús de Nazareth el primer poeta crucificado por predicar una vida nueva allende su tiempo. No escribe el hombre, sino el dios interior, el poeta que encarna en él.
Ramón Ordaz rordazq@hotmail.com

24 Mar, 2016 | Como desnudos, huérfanos de la capa vegetal que nos protege; sin norte la mirada que se extiende y se pierde en la inusual intemperie de montañas y bosques; acongojados, cabizbajos, paseamos nuestra impotencia ante la fronda moribunda porque arriba, en los cielos, el dios de la lluvia también vive sus penurias, porque el desdoro de las criaturas hechas con el barro de la civilización han ido podando irracionalmente la simiente del agua.

No parecen saberlo o no quieren saberlo, mientras los cantos de una plegaria dejan caer sus gotas de sed sobre la piel escarapelada del tiempo. Tiempo penitencial, tiempo de cofradías, tiempo de sacrificios; de abalorios y cruces sobre los que pesa la mala conciencia de un mundo a la deriva, perdido en una galaxia de preguntas sin ninguna respuesta. Así transitamos de una fanfarria a otra, de un crucifijo a otro.

Llegan los días santos: unos, para purgar las penas y dolencias y para compartir con Longinos el examen de la muerte; otros, para la gracia de dar de beber al Cristo que habita en cada uno de nosotros, porque al final de todo no hay más que la obscenidad de la embriaguez en esa plenitud solar del Miércoles de Ceniza, cuando barajas invisibles dejan caer el lapidario mensaje del adiós a toda alma viviente. No obstante, cada uno lleva consigo la esperanza de un Domingo de Resurrección.

Tal vez fue Jesús de Nazareth el primer poeta crucificado por predicar una vida nueva allende su tiempo. No escribe el hombre, sino el dios interior, el poeta que encarna en él. “He hablado del poeta, dice Jacques Maritain en ‘Fronteras de la poesía’, pero de aquél que todo artista debe ser, y no solamente del que versifica”; vale decir, el poeta es un estadio superior, algo poco común de la condición humana.

Cualquiera de nosotros, seguramente, acomete versos, pero no todo el mundo es fiel a la palabra que profiere, al sentido oculto, nunca revelado, de una encomienda que pasa por el sacrificio, por el hecho de no rendirse ante los mercaderes del templo, porque esa palabra no le pertenece, sino que es el traspaso del fuego a generaciones futuras. ¿No fue esa también la misión de Prometeo?

La palabra del poeta no es un dogma, cuidado, es una absolución, una liberación en su sentido más pleno; porque tiene consciencia también de lo que fríamente sentenciaba Nietzsche: “Se paga caro el llegar al poder: el poder vuelve estúpidos a los hombres…”, para luego añadir que “la política devora toda seriedad para las cosas verdaderamente espirituales” (Crepúsculo de los ídolos). Y permítasenos citar de nuevo a Nietzsche cuando nos dice que “el Cristo se volvió clarividente acerca de sí mismo, de igual manera que Don Quijote al morir (según cuenta Cervantes)” (Aurora). A su paso, los vientos de la cuaresma dejan cicatrices en la piedra que era Cristo.




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