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3 de mayo de 2024





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“El renacer del caballero”: un cuento de la escritora margariteña Jennifer Alessio
Jennifer Alessio es la autora de la novela «La cazadora híbrida y el Alfa» (enmarcada dentro de los géneros de fantasía y romance), la cual fue autopublicada en partes en la plataforma “Buenovela”.
Juan Ortiz

3 Abr, 2024 | Jennifer Díaz es una joven escritora margariteña de 24 años nacida en Porlamar. Lleva más de media década en el oficio de las letras—desde sus 17— bajo el pseudónimo de “Jennifer Alessio”.

Los autores que la han inspirado en su carrera son J. R. R. Tolkien, Patrick Rothfuss, George R. R. Martin y J. K. Rowling. Ella misma se confiesa como “una amante del género de fantasía medieval”.

Jennifer Alessio es la autora de la novela «La cazadora híbrida y el Alfa» (enmarcada dentro de los géneros de fantasía y romance), la cual fue autopublicada en partes en la plataforma “Buenovela”. Actualmente, tiene varios proyectos en proceso que pronto verán la luz.

Respecto a estos proyectos, la escritora expresó: “Estoy tratando de crear un mundo bastante completo de fantasía oscura medieval, al estilo de «El Señor de los Anillos», pero sería mi propio mundo. Es algo que me tomará años, porque quiero hasta hacerle unos mapas; tendrá su propia historia, mitología y cada personaje será único. Quiero trabajar muy bien a los protagonistas, así como al entorno, la magia —que también será propia—, todo...

“También quiero escribir un libro de mis propias vivencias, de mi vida... (hay mucho por tocar, mucho de lo que debo hablar). Pero, para escribir un libro de "superación" necesito llegar a ese punto de mi vida donde tenga una estabilidad, debo estar en donde me gustaría estar. Por el momento ando escribiendo todo lo que he vivido hasta ahora, que por sorprendente que sea, ha sido mucho, y por desgracia: más ha sido lo malo que lo bueno”.

Los interesados en su obra pueden seguirla por su Instagram @Jacky_Alessio y por su Facebook Jennifer Jacqueline Alessio.

A continuación, les comparto este cuento de su autoría:

El renacer del Caballero: Un camino de la sombra hacia la redención

Hace algunos años, en un reino sumido por la oscuridad, gobernado por un rey corrupto, vi a mi madre agonizar lentamente frente a mí por la falta de alimentos. Ella tenía que salir a mendigar el pan para poder alimentarme. En varias oportunidades noté sus moretones… la golpeaban porque en muchas ocasiones tuvo que robar para cumplir su vital cometido.

Yo era apenas un niño indefenso, incapaz de hacer nada más que presenciar su sufrimiento en silencio. Mi padre, un hábil herrero, forjaba las armas más finas y resistentes para los caballeros de la guardia real. Sin embargo, las monedas de plata que ganaba con tanto esfuerzo se esfumaban en tabernas, en el fondo de jarras de cerveza y en compañía de mujeres de dudosa reputación. Cuando volvía a casa apestaba a licor, y golpeaba el débil cuerpo de mi madre frente a mí, la castigaba porque no lo recibía con un banquete. Recuerdo gritarle a mi padre que la dejara en paz, pero nunca me escuchó; lo odiaba tanto.

Una noche después de una terrible golpiza que le había propinado mi padre, esperé en silencio, con el corazón latiendo con fuerza en mi pecho, a que ella se levantara como siempre. Sin embargo, esa vez no hubo un suave murmullo reconfortante, no hubo un débil suspiro de alivio, solo había un silencio pesado y abrumador.

Me acerqué a ella y toqué su rostro frío buscando desesperadamente una señal de vida. Pero solo encontré la quietud implacable de la muerte. No entendía lo que significaba en ese momento, solo sabía que mi madre ya no se levantaría, que esa vez no me abrazaría, y me susurraría que todo estaría bien. Esa noche, el dolor se apoderó de mi corazón, y supe que mi vida nunca volvería a ser la misma. Pese a lo horrible de mi existencia, mi madre era mi consuelo, ahora sin ella me tocaba vivir una realidad diferente.

Mis días se convirtieron en una lucha constante por sobrevivir. Cada amanecer me encontraba en las calles, con mi estómago retorciéndose de hambre y las miradas de menosprecio clavadas en mí.

Mis ropas desgastadas apenas me protegían del frío cortante, y mis pies descalzos sentían cada piedra afilada y cada charco helado. Cada paso era una tortura, pero no había otra opción más que seguir adelante en busca de un pedazo de pan que calmara mi hambre, pero no siempre lo lograba, muchas veces tuve que dormir con el estómago vacío.

Al regresar a casa, el hedor nauseabundo me golpeaba incluso antes de abrir la puerta. El cuerpo de mi madre, que una vez había sido mi refugio, se descomponía lentamente en la penumbra de nuestro hogar. Papá solo la dejó ahí y no volvió desde entonces, me dejó a mi suerte… ¡Lo odiaba tanto!

Luego de meses de vagar desamparado por las calles, sintiendo que pronto moriría de hambre, noté a lo lejos la figura familiar de mi padre adentrándose en una taberna. Sin pensarlo dos veces, me escabullí, asegurándome de que él no notara mi presencia.

Observé en silencio mientras él se acomodaba en la barra. Presencié cómo alzaba una jarra de cerveza y la vaciaba en un solo trago. Entonces, ocurrió. Un estremecedor grito de angustia se escapó de sus labios antes de que su cuerpo se desplomara, inerte, sobre la mesa.

No sabía qué pensar, no entendía qué estaba sucediendo. Sorprendido, avancé lentamente hacia su cuerpo. A pesar de toda la ira y el resentimiento que había albergado hacia él, en ese momento una sensación de terrible abandono se apoderó de mi ser, sabía que mi padre tampoco se levantaría. En ese cruento instante me di cuenta de que ya no tenía a nadie en este mundo.

Mis manos temblorosas se detuvieron a escasos centímetros de su hombro, no me atreví a tocarlo. Los murmullos y las miradas curiosas de los presentes me hicieron sentir incómodo y expuesto. Fue entonces cuando unos caballeros, testigos de la escena, se aproximaron a mí, con semblante sombrío, y uno de ellos me dijo:

—¿Este hombre es tu padre? —Pensé en mentir, pero estaba muy asustado como para poder hacerlo. A regañadientes, asentí con la cabeza, incapaz de articular palabra.

Los caballeros intercambiaron miradas, y el mismo que me interpeló segundos atrás me dijo:
—Tu padre tiene una deuda impagable con el rey, y ahora que ha muerto debe ser saldada de alguna manera. Así que, niño, tendrás que venir con nosotros, hay una guerra que no acabará en años, y deberás servir como caballero en el campo de batalla.

El peso de aquellas palabras cayó sobre mis hombros. Mi destino estaba sellado. Ahora me enfrentaba a un futuro incierto, un camino que me llevaría a servir como caballero en una guerra que ni siquiera entendía.

Fui llevado a un lugar desconocido donde el entrenamiento era brutal y despiadado. Cada día era una lucha por sobrevivir, tanto física como emocionalmente. A pesar de las duras condiciones, me aferré a la espada como si fuera una extensión de mi propio ser. Aprendí a manejarla con destreza, a anticipar los movimientos de mis oponentes y a luchar con una ferocidad que sorprendía incluso a los más experimentados.

Con el paso de los años me convertí en el mejor caballero de todos. Mis victorias en el campo de batalla se contaban por decenas, y mi reputación como un guerrero temido se extendió por todo el reino. Sin embargo, con cada victoria, mi corazón se iba endureciendo más y más. Servir al rey que mantenía a su pueblo en la miseria me llenaba de ira. Cada vez que veía a un niño hambriento en las calles, recordaba mi propia infancia y sentía un dolor agudo en el pecho.

Mi espíritu estaba atrapado en un remolino interno de conflictos. ¿Cómo podía seguir sirviendo a un rey que causaba tanto sufrimiento? ¿Cómo podía luchar por un líder que no merecía lealtad alguna? Estas preguntas resonaban en mi mente noche tras noche; mientras me preparaba para la próxima batalla, a veces maldecía a mi padre en silencio…

Me encontraba atormentado por una profunda depresión. A pesar de mi coraje en el campo de batalla, mi espíritu y mi alma estaban consumidos por la oscuridad. Había perdido toda esperanza en la vida, encontrando poco consuelo en las glorias de la guerra y la valentía que se me exigía demostrar. Cada batalla, en lugar de traerme satisfacción, solo reforzaba el vacío que sentía en mi interior. Ninguna victoria en el campo de batalla podía disipar la oscuridad que me envolvía. La guerra se había convertido en mi única razón para seguir adelante, pero incluso en el fragor de la batalla, la sombra de la tristeza y la desesperanza no me abandonaba.

Cada golpe de mi espada enemiga parecía reflejar el tormento que albergaba en mi interior, y cada grito de victoria se perdía en el eco vacío de mi propia desdicha. Mi armadura se había convertido en una prisión y mi espada —a la que tanto me aferré— en una carga pesada.

Estoy de nuevo en el campo de batalla, fui nombrado guardián del rey. Estamos siendo vencidos, pero el monarca sabe que puedo contra todo este ejército solo. En un instante, recordé todas las injusticias, el sufrimiento y la opresión que el soberano había infligido al pueblo. Recordé a mi madre agonizando por la falta de alimentos, sus moretones, a mi padre sumido en la embriaguez y la violencia, y a mí mismo, un niño desamparado que había sido forzado a saldar una deuda que no le pertenecía y forzado a convertirse en un guerrero para un líder sin escrúpulos.

Sin vacilar, tomé mi espada, la misma que había sido testigo de innumerables batallas y sufrimientos, y con un movimiento certero, corté la cabeza del rey. En ese momento, un silencio sepulcral descendió sobre el campo de batalla, mientras el cuerpo decapitado del rey yacía inerte a mis pies. Pero antes de que pudiera saborear mi victoria, una lluvia de flechas se abatió sobre mí, perforando mi armadura y mi piel. Herido de gravedad, caí al suelo, mi vida pendía de un hilo.

En ese preciso momento, el castillo fue invadido, la guerra siempre fue contra una alianza de personas que habían sufrido bajo el yugo del rey y que habían luchado incansablemente por la libertad y la justicia; y yo fui responsable de que no tuvieran éxito, los fui matando en cada intento… Con el grito de batalla resonando a mí alrededor, los rebeldes derrotaron a las fuerzas del rey y tomaron el control del castillo.

Mientras luchaba por mantenerme consciente, vi cómo se llevaban al rey decapitado, seguramente a la plaza principal, donde la justicia finalmente sería impartida.

A pesar de mis heridas mortales, no sucumbí al instante. En lugar de ello, mi corazón se llenó de un sentido de paz y redención. Sabía que mi sacrificio no había sido en vano, que mi acto final había desencadenado una revolución que traería una vida mejor para los desamparados y oprimidos.

Mientras cerraba los ojos, sentí la calidez del sol en mi rostro, y supe que había cumplido mi propósito. Aunque mi cuerpo yacía inmóvil, mi espíritu viviría en la libertad y la esperanza que finalmente se había ganado para mi pueblo.




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