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Alpargatas negras
Reordeno el librero; me reconforta encontrar una fotografía: es el 15 de julio de 1991 (tengo siete años), estoy con mi papá (tiene treinta y nueve años) en la sala de la casa (departamento del edificio Santa Cruz –en Porlamar, en la Santiago Mariño, donde hoy se ubica la Notaría Pública–, en el que viví hasta mis nueve años)...
Dalal El Laden / http://dalalelladen.blogspot.com / ladendalal@hotmail.com

CORTESÍA

Lista para mostrar, en la Universidad de Oriente, nuestros pasos –al unísono de “Barlovento, Barlovento…”– con mi falda ancha y larga, amarilla con borde blanco. / CORTESÍA

26 Sep, 2020 |

Existir es ir coleccionando álbumes de ausencias.

Yo tenía unos siete años. Salía de la escuela contando los minutos para llegar a casa y poner el disco de Magneto. Éste, el primer CD que tuve, por largo tiempo fue mi objeto favorito (sin dejar de lado los casetes, máxime las grabaciones que en ellos hacía de mis melodías más queridas que sonaban en la radio). Todos, todos los días cantaba Vuela, vuela; después supe de su versión original, “Voyage, voyage” (viaja, viaja), en francés.

Sola, en la habitación (que compartía con mi hermana), con un micrófono dañado (mas en manos), me creía la mejor cantante y bailarina de México y Venezuela. Esperaba sus videos en la televisión para grabarlos en el VHS y repetirlos las veces necesarias hasta lograr imitar sus coreografías. En ese entonces mi papá compró una cámara de video que de manera automática se convirtió en mi segundo objeto favorito.

Cada vez más emocionada le pedía a mi hermano (siete años y cinco meses mayor que yo, hasta la fecha muy atento y paciente conmigo) que me filmara no sólo bailando y cantando, también contándole sobre mis amigas, lo que veía en la televisión, las materias que me agradaban, lo que soñaba ser de grande, o que registrara mis juegos en el mar o alguna piscina, subrayando lo contenta que estaba, lo que había comido o cualquier otra cosa que se me ocurría (el objetivo era no parar: sin duda era la cotorra de la familia).

A la hora del almuerzo, los que más hablábamos éramos mi papá y yo: entusiasmado nos contaba lo que había vendido en Casa Raquel (que fue su tienda, en la Calle Fraternidad, entre Velásquez e Igualdad, a pocos metros del Punto Criollo), describiendo a sus clientas simpáticas y a las fastidiosas (las “Miranda”, las que “solo entran a mirar”); yo, de todo, más sobre mis programas preferidos (eran varios, pero en primer lugar tenía a Supercrópolis, con Raúl y Merci –memorizaba todas sus canciones, me encantaba la del trabalenguas; sus bailes eran impresionantes y hacía lo posible por aprendérmelos–, que transmitían en RCTV), de las tareas y de los cantantes que me gustaban.

Buscar el casete de Supercrópolis fue una aventura. Sin hallarlo en la isla, aproveché un viaje a Caracas: en Sabana Grande no lo tenían, mas en el Centro Ciudad Comercial Tamanaco presentí que lo iba a encontrar, por lo que mi desesperación por adquirirlo me hizo merecedora –luego de su incesante sí, tranquila, espera un poco, sabes que te lo voy a comprar de un inigualable regaño de mi mamá.

Tristemente, ya adulta, en una mudanza perdí la cámara de video y sus casetes, sin embargo, recuerdo la mayoría de las grabaciones. Una noche puse a mis papás y a mi hermana a verme bailar (consiguiendo que ellas lo hicieran por unos cuantos segundos) las de Magneto, armando un concierto en la sala, a todo volumen, sin abandonar el micrófono dañado, descalza, a cada momento subiéndome el pantalón blanco que era de mi hermana y me quedaba grande, dándole a mi papá el cargo de piloto de avión (transportándome en su espalda, yo subiendo y bajando mis brazos simulando alas mientras coreaba ¡estoy volando!), y a mi hermano (aparte de animador, por los saludos que le pedía dar a la imaginaria audiencia) el de productor.

La señora Ida Rojas (que en paz descanse, mamá de Romy, mi compañera del colegio), muy pendiente del deseo que tanto su hija como yo teníamos de participar en el acto por el fin de tercer grado, al enterarse de que la maestra no nos seleccionó para actuar en “Vamo, negro, pa’ La Conga”, le hizo saber nuestro amor por el baile, lo que llevó a que nos incluyeran. Éramos más de diez alumnas y un solo niño, quien –cuando formábamos un medio círculo en una de las partes más rítmicas– aparecía con sus hábiles movimientos de rap en el centro de la tarima. En Margarita quedaron fotos de esta presentación, así como la de segundo grado (con “Barlovento, Barlovento, tierra ardiente y del tambor”, que justamente ensayamos -éramos ocho niñas- en la casa de la señora Ida, nuestra coreógrafa, eternamente cordial, risueña, con mirada inspiradora, vivaz) y la de quinto o sexto, en el que niños y niñas bailamos “Juana Polinaria”.

Reordeno el librero; me reconforta encontrar una fotografía: es el 15 de julio de 1991 (tengo siete años), estoy con mi papá (tiene treinta y nueve años) en la sala de la casa (departamento del edificio Santa Cruz –en Porlamar, en la Santiago Mariño, donde hoy se ubica la Notaría Pública–, en el que viví hasta mis nueve años), lista para mostrar, en la Universidad de Oriente, nuestros pasos –al unísono de “Barlovento, Barlovento…”– con mi falda ancha y larga, amarilla con borde blanco. Las alpargatas negras no salen, pero allí las tengo, dándoles a mis pies total comodidad.

Termino este texto pensando que debí iniciarlo con “Escuchar muchísimo ‘Malambo’, de Alberto Ginastera, me conduce a plasmar lo siguiente, ya que su intensidad ha tocado la cotorra de mi infancia”. Es casi medianoche. Algo más que su intensidad me susurra que no podré dormir hasta oír –después de tanto sin hacerlo– estas canciones de mi niñez que, gracias al maestro argentino, puedo asegurar que siempre me harán volver a la espalda de mi papá, mover mis brazos, manos, dedos; escribir: volar.

Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 25 de septiembre de 2020.




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