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Domitila y su gallina
Empezó su formación en la Universidad del Zulia, y ante aquellos valiosos paros de entonces, buscó los ahorros escondidos y se fue a España, coronando su misión en las aulas de Salamanca. Recaló triunfal, para orgullo infinito de mamá y satisfacción incrédula de papá. Después vinieron los caminos de la Pediatría.
Mélido Estaba Rojas | melidoestaba@gmail.com

13 Jul, 2018 | Al espíritu de superación le gustó siempre pavonearse por las calles de Altagracia, dejando huellas timbradas de noble futuro, sin que llegáramos a percatarnos claramente de sus afanes progresistas, los mismos que nos anuncian hoy como un pueblo emprendedor en el recinto oriental. O lo que es lo mismo: no teníamos conciencia del piso moral que estábamos echando, a pesar de nuestros orígenes humildes y de escasa preparación. Mamá, que siempre fue una pasaíta de esas que solamente dio la tierra margariteña, se levantó un día inspirada en su analfabetismo crónico, y anunció —mientras pilaba 15 kilos de maíz para poner arepas a la venta- "carajo… de estos diez muchachos que tuve yo en este mundo, sueño que por lo menos uno sea doctor, pa' yo darme mi gusto que me recete un hijo mío".

Y papá se quedaba mirándola, con una sonrisa de loro incrédulo: "Leonarda, bien te gusta a ti hablar pendejadas, cállate la boca, mijita, que el que sabe es Dios y al que le toca le toca". Y le tocó a mi hermano Pedro Ramón enredarse en las constelaciones de la medicina, en esos tiempos cuando era insoñable concebir un Galeno madeinloshatos.

Empezó su formación en la Universidad del Zulia, y ante aquellos valiosos paros de entonces, buscó los ahorros escondidos y se fue a España, coronando su misión en las aulas de Salamanca. Recaló triunfal, para orgullo infinito de mamá y satisfacción incrédula de papá. Después vinieron los caminos de la Pediatría.

Los Hatos y el afecto vecinal de Punta Brava lo recibieron con ánimo y entusiasmo. Mis padres veían con incomodidad ¡carajo! que nadie se enfermaba por esos días, para que Pedrito demostrara los dones de su acierto curando males sin oraciones, ni ramas o brebajes de caña clara. ¿No hay ningún enfermo por la calle de allá arriba, mijito? —preguntaba mi vieja a cuanto cristiano pasaba frente a mi casa-. "En este pueblo no hay ni enfermos", la secundaba papá con un desgano de enfermero frustrado. Y sería de tantos ruegos de mamá que un sábado a pleno mediodía, apareció frente a mi casa, como un joven maravilla tipo comiquita vespertina, Carlitos "el de Geña", en su bicicleta con manubrio de palo y pedales sin goma. "A Pedro Ramón que si puede ir a ver a mi abuela Domitila, que tiene unos dolores de estómago que la van a matar" —alcanzó a decir el inteligente amigo-.

Pedro Ramón se estrenó como médico examinando a Domitila, en medio del amorochamiento de todo el pueblo que no quería perderse el acontecimiento. Entre los aplausos de los presentes, la palpó y recetó, recibiendo como reconocimiento una gallina piroca, la más "aseada" que tenía Domitila en su traspatio, alimentada con berro del pozo de Emiliano. En mi casa hacía tiempo que no comíamos en forma, de manera que mamá se dio gusto haciendo un sancocho con el que el diablero aplacó la hambrazón rondante. Bien oscuro al siguiente día, retumbó el zinc de la puerta de mi casa, y papá abrió diligentemente para encontrarse con la expresión fecunda de Carlitos, que dijo "que le manden la gallina a mi abuela, porque ella no se ha curado… le siguen igualiticos los dolores de estómago", música paga y que no suena…




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