Porlamar
18 de mayo de 2024





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La felicidad tenía que ser otra cosa
¡La felicidad! Ahora, para mí, ésta sería llegar a la panadería, como lo estoy haciendo, comprar un pastelito de queso, mi café marrón claro grande y… ¡no, no, no!, hoy no pediré el periódico, ¡hoy no!
Dalal El Laden | adendalal@hotmail.com

19 Dic, 2015 | Muy decidida, caminando a la panadería, me sorprende una voz:

-¡Hoy no leeré el periódico!

Antes de llegar al establecimiento, vuelven a asaltarme unas palabras de la novela que estoy leyendo, que no me han dejado desde hace no más de una semana, y que ahora me doy cuenta de que las estoy repitiendo como si se tratara de una de esas rancheras que a diario canto con tanta pasión cubierta de algo muy cercano a la nostalgia: “La felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer”.

¡La felicidad! Ahora, para mí, ésta sería llegar a la panadería, como lo estoy haciendo, comprar un pastelito de queso, mi café marrón claro grande y… ¡no, no, no!, hoy no pediré el periódico, ¡hoy no!

Este día quiero pensar solamente en mi rico desayuno y volver mi vista y mi concentración a la novela que continúo leyendo. Escojo una de las mesas al aire libre. La paz me envuelve al sentir la brisa matutina que dice que quiere llover. Veo a una señora cincuentona, muy seria, como peleándose con su celular, haciendo caso omiso al periódico que, frente a sus brazos, está a punto de volar. Muerdo mi pastelito, ¡mmm!, no me aguanto y exclamo justo esto, y no mentalmente. Sí, ¡esto es felicidad! (ahora también exclamo, pero es más un susurro).

-¿Me da ochenta bolívares, señora? –me pregunta un indigente, de no más de treinta y cinco años, deteniendo mi lectura.

-No, señor, disculpe, ahora no puedo.

-¿Setenta? ¿No? ¿Cincuenta?

Al escuchar mi misma respuesta, da unos pasos y, sin disimular, toma la propina que reposaba en una de las mesas ya desocupadas. Los clientes, espantados, viendo al personal que aquí trabaja, señalan al hombre, quien va alejándose de nosotros, sin prisa, moviendo sus labios, aun estando con nadie; quien va alejándose y, sin ir muy lejos, detiene su cuerpo para mirar hacia la avenida, como esperando algo o a alguien.

Vuelvo al libro y, como si la página me hubiera estado “esperando”, leo lo que de inmediato transcribo: “Probablemente de todos nuestros sentimientos el único que no es verdaderamente nuestro es la esperanza. La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.

Los clientes, ahora ya calmados, parecen haber olvidado lo sucedido; han vuelto a hablar, a gritar; algunos nada más suspiran, mientras sus niños lloran, corren, destrozan.

Con mis ojos de nuevo sobre el periódico que aún no ha volado, imagino algo (exagerado, cierto, pero lo imagino): En una de sus páginas, veo el robo que todos acabamos de presenciar; veo la cara de los que vimos, de los que señalamos, de los que callamos o hablamos en silencio; veo la cara pálida, ese todo desconsolado y las manos temblorosas de aquel hombre. Con mis ojos aún allí, sigo viendo, y de alguna manera siento que hoy he leído el periódico, que no es más que la insoportable realidad de la vida que esta mañana, aunque tanto lo he esperado, no he logrado evadir. E inevitablemente, ahora solo cubierta de nostalgia, regresa: “La felicidad tenía que ser otra cosa, algo quizá más triste que esta paz y este placer”.




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