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La emboscada Bajo el primer latido, instantes antes que el rayo inicial del Sol hiriese la mañana, se abrieron candados y cerrojos, se despejaron verjas y puertas y las manadas dispersas, pero veloces y en franca algarabía, entraron a saco por los pasillos, los corredores, vaciando una por una las estanterías y los armarios. Walter Castro Salerno | walterjosecastro@yahoo.es
25 Abr, 2015 | Salieron mucho antes de la salida del sol. Era una manada diversa. Estaba compuesta por elementos sanos, jóvenes y fuertes, hembras preñadas, viejos, algunos otros enfermos, y otros marcados por cicatrices resultado de las riñas violentas de los últimos meses. Sólo les unía el propósito de saciar el hambre y la sed. Acamparon en los arrabales de la ciudad. Se tiñeron, en un sucio arroyo de aguas negras con lodos y aceites de motores. Por las cunetas, o a las orillas de las autopistas que cercan el amplio cuerpo de la urbe y abrazan su pecho con cintas negras de asfalto y cemento, afilaron los colmillos en enormes y grises rocas que antes fueran blancas y hermosas esculturas hechas por artistas ahora muertos u olvidados. Lo cual equivale exactamente a lo mismo. Luego fueron hacia las vastas playas de los estacionamientos de los supermercados donde manadas de otras pobladas, otras tribus, otros clanes se hallaban arracimados frente a los portones. Bajo el primer latido, instantes antes que el rayo inicial del Sol hiriese la mañana, se abrieron candados y cerrojos, se despejaron verjas y puertas y las manadas dispersas, pero veloces y en franca algarabía, entraron a saco por los pasillos, los corredores, vaciando una por una las estanterías y los armarios. El tropel airado y frenético, acicateado por el instinto y las viejas heridas de antiguos y sangrientos combates, pudo ser detenido pasado el mediodía. Pero ya antes de aquél momento no existía razón alguna para la lucha puesto que no había quedado nada en almacenes y depósitos. Las manadas salieron cargando sobre los lomos vituallas, víveres y enseres. Apenas habían alcanzado el lindero último de la ciudad, sin siquiera haber llegado a sus cuevas fueron a su vez asaltados por bandadas fieras y bien armadas de otras tribus que habían aguardado el momento del regreso de los tempraneros. La emboscada fue rápida. Violenta. Certera. Letal. Penachos de humaredas tiñeron el cielo, y abajo, en la tierra gimiente bajo el sol del ocaso, quedaron tendidos y ensangrentados los cuerpos de los muertos.
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