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“A alguien le debo la comida"
Acababa de irse la vecina, había venido a pedir un poco de sal justo en el instante en que mi madre intentaba probar su primer bocado del almuerzo.
Juan Ortiz juanortiz051283@gmail.com

25 Mar, 2020 | "A alguien se la debo, ¡a alguien se la debo!", repetía constantemente. Lo cierto es que en esa casa no había un día en que ese extraño fenómeno no se repitiese. En principio creí que eran cosas de Gloria, mi mamá; y es que no podía estar ocurriendo de lunes a domingo un evento tan raro.

Cuando la situación empezó a tornarse absurda de tanto repetirse, no pude hacer más que comprender que era cierto, por más loco que pareciera.

—¡Dios mío, yo le debo la comida a alguien! —gritó mi madre, era mediodía del domingo.

—Otra vez tú con eso, mujer —le dije, luego de salir del cuarto a causa de la queja.

Acababa de irse la vecina, había venido a pedir un poco de sal justo en el instante en que mi madre intentaba probar su primer bocado del almuerzo.

Esa frase la repetía Gloria cada día en la casa, tantas veces como las que se sentaba a comer. Luego de que pasó en esa oportunidad, decidí investigar el porqué. Ella insistía en que la interrumpían a la hora de comer porque en algún momento le negó la comida a alguien.

Total que me dispuse a no salir durante tres días de la casa para corroborar que lo que ella decía sucedía cada vez que se iba a sentar a comer. Los resultados fueron asombrosamente aterradores.

En el desayuno del primer día, se acercó el niño de una vecina a pedir azúcar. En el almuerzo de ese lunes, la madre de ese niño se acercó a pedir harina; y, en la cena, llegó visita. Todo ocurría justo antes de que mi mamá se llevara a la boca el primer bocado.

Acabado el día lunes y llegado el martes, le pedí a mi madre que adelantara o atrasara las horas de las comidas a ver qué ocurría. Ella me hizo caso. Lo intrigante vino cuando habiendo desayunado a las 4:30 a. m., almorzado a las 3:00 p. m. y cenado a las a las 10:30 p. m., en cada ocasión apareció alguien para interrumpirle por las razones más locas que se puedan imaginar. No, no le interrumpían sólo para pedir cosas.

El miércoles fue el día definitivo para constatar que aquel absurdo era cierto. Le dije a mama (sí, sin tilde en la última “a”) que cerrara las dos puertas de enfrente y las ventanas, que yo había comprado suficiente pan, jamón y queso para que no debiera cocinar. En la nevera había refrescos y café frío, para así evitar generar olores que pudieran atraer a alguien en las horas de comer.

La casa parecía deshabitada, tenía el aspecto típico de cuando nos íbamos de viaje.

No debí hacer aquel último experimento, aquello daba grima. Todo se repitió tal cual.

Apenas mi mamá se llevaba a la boca el primer bocado de cada plato, empezaban a tocar la puerta.

No salimos a atender a nadie, no hicimos ruido, era como si no existiésemos, y, aun así, las tres veces tocaron la puerta y llamaron.

No sé a qué atribuirle esto, lo cierto es que en los treinta años que mi madre habitó esa casa no hubo una sola oportunidad en que no le interrumpieran la hora de la comida.

Por cosas de la vida, le tocó vender la casa. Estando en su nuevo hogar, se sintió extraña, como si le faltara algo. Sí, no le han vuelto a interrumpir desde entonces.

Hace poco fui a visitar al amigo que compró la casa de mi mamá. Llegué a las tres de la tarde para no interrumpir su almuerzo. La puerta estaba cerrada y toqué.

—¡Coño, nojoda, déjenme comer en paz! ¡La misma vaina siempre, la misma vaina!

¡A alguien le debo la comida! ¡A alguien le debo la comida! —se escuchó antes de que

abrieran. Me quedé frío.




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