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25 de abril de 2024





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La Gran Tercera (Desenlace)
Luego del primer mes de enfrentamientos, los locales comerciales dejaron de vender insumos. La gente que pudo se abarrotó de alimentos, los que no, salieron a comer lo que hallaran.
Juan Ortiz

8 Ago, 2019 | Esa trampa no era nueva, tenía años allí, justo dos años antes de la muerte de sus abuelos. El viejo la colocó luego que se metieran en su rancho y lo desvalijaran. No era la única trampa, había muchas regadas en torno al terreno. Jorge Luis sabía la ubicación de todas y su funcionamiento, lo sabía bien porque así se lo enseñó el mismo abuelo.

La gente le agarró miedo a aquel lugar, sobre todo luego de que un malandro tuvo la mala idea de meterse, justo después de que ocurrió lo del desvalijo, y salió sin sus dos brazos. Sí, el abuelo de Jorge Luis leyó las historias de Vlad Tepes. Nadie se había acercado desde entonces, nadie hasta esa fatídica noche oscura (o día, o tarde, ya no se sabía).

Jorge Luis se acercó con su machete cada vez que la oscuridad se lo permitía. El hombre ni se fijo que él muchacho se aproximaba. Cuando estaba a cinco metros se metió entre el monte para llegarle por la espalda.

La escena era dantesca: el pobre tipo estaba aprisionado entre dos paredes de cardones, atravesado en todo su cuerpo por afiladas y largas puyas. Estaba ciego y tenía graves heridas internas. Si no lo mataban las heridas lo mataba en dos días la infección, pues el viejo había echado a todas las puyas la excremento del pozo séptico. Eso tenía tiempo allí, pero el tóxico contenido persistía.

El muchacho se le acercó por detrás sin hacer ruido, vio lo que había en el piso, lo que había soltado el sujeto, respiró profundo y acabó con los alaridos del hombre con un solo y certero machetazo. Recogió lo que necesitaba, no sin antes desarmar la trampa, bajar al tipo y esconderlo en el monte. Por un momento Jorge Luis creyó escuchar un gemido proveniente del del sujeto mientras se alejaba, pero no hizo caso. Era imposible, la cabeza estaba a 3 metros del cuerpo

Retornó luego al rancho. Antes de llegar se desvió a un pozo cercano que él conocía bien, lavó su rostro y sus manos y cogió nuevamente camino sin mácula alguna, cómo si no hubiese pasado nada.

Jorge Luis, nuevamente, no abrió el portón, se deslizó por el mismo lugar por donde salió. Antes de entrar al rancho hizo un silbido particular, corto y misterioso. Su madre y su hermano sabían que había llegado. Pasó, dejó el machete a la vista al lado de la puerta, puso una bolsa con varios víveres en la mesa, fue al cuarto de los viejos y salió de inmediato acomodándose en una de las hamacas.

—¿Qué pasó, mijo?, ¿quién era?, ¿lo ayudaste?, ¿de dónde sacaste esa comida? —preguntó su madre, como susurrando, con temor de que la escuchasen afuera, como si el monte mismo tuviese oídos y pudiera venir por ellos.

—Pasó lo que debía pasar, mujer. Lo ayudé a irse de donde no debió haber venido. Esa comida la traía consigo, no la iba a usar donde anda ahorita —dijo Jorge Luis, calmado, como si no hubiese pasado algo fuera de lo común.

—¡Mijo! ¿Cómo así?... —exclamó la mujer, justo luego de un destello que dejó ver sus ojos sobresaltados.

—¿Cómo así qué, mujer? ¿Tú crees que este es un lugar para venir de vacaciones? Ese tipo venía por una sola cosa… Era él o nosotros. Él fue el que mató a las dos personas que vimos atrás, en el camino. ¿O es que no recuerdas el vómito? Sé que fue él. Lo sé por lo que traía encima. Se ensañó como un animal con esa pareja, y por eso, peor que cualquier animal, murió. Mira que fui bueno, si es por mí dejo que la infección y las hormigas hicieran lo suyo… —dijo el muchacho antes de guardar silencio.

La madre se apartó, el hermano había escuchado todo. Empezaron a oírse sollozos bajitos en la casa. En esos instantes todo se escuchaba. Los espacios, a causa de la falta de luz y demás ruidos artificiales, se habían tornado en una especie de amplificadores naturales. Solamente cuando se encendía el generador eléctrico se perdía un poco la percepción del entorno, pero apenas lo apagaban, hasta las ranas a tres kilómetros a la redonda se escuchaban claritas.

Jorge Luis se ensimismó, obviando los sollozos de su madre y hermano y empezó a hacer memoria del día en que se apagó todo…

El joven rememoró todo. Como si no hubiese sido suficiente con la situación que se vivía: la escasez, la intolerancia, la violencia desatada, la desinformación, los continuos cortes energéticos y la eliminación total del internet; el líder asiático cedió a sus bajos instintos y apretó el botón.

El águila no tuvo tiempo de reaccionar. Todo fue tan sorpresivo, tan de repente. Al instante se sumó el gran oso y el dragón rojo. Él y su gente —agobiados por su propia crisis— estaban allí, a la espera de lo que sucediese. Luego de tres meses de recrudecidos combates, muertes y hambre, apareció esa alfombra negra en el horizonte cubriendo enteramente el cielo.

Todo había quedado a oscuras. Solo los destellos de las detonaciones lejanas y cercanas servían de guías ante la sombra ceñida sobre el mundo. Algunos afortunados se enteraban de todo por sus viejas radios de transistores, aquella oscuridad era un evento mundial.

Nadie sabía quien había desatado la oscuridad sobre la tierra. Aunque por lo crudo de lo que se vivía en cada punto del planeta, ya la oscuridad más cruenta, la de las almas de los hombres, recorría las calles devorando todo lo que encontrase.

Luego del primer mes de enfrentamientos, los locales comerciales dejaron de vender insumos. La gente que pudo se abarrotó de alimentos, los que no, salieron a comer lo que hallaran. No hubo árbol de frutos, ni sembradío, ni animal que se salvara del hambre. Se llegó a escuchar de casos de gente que devoró a quienes les adversaban, luego, cuando ya no quedaban enemigos, se devoraron ente ellos mismos. Sí, "el hombre es el lobo del hombre".

Tal y como la Biblia describió en las grandes hambrunas, así aconteció. No, no eran historias de zombis ni enfermedades raras, era hambre cruda, terror, temor y rabia.

Ese día en que se metieron a su casa, Jorge Luis estaba decidido a acabar con todo. Él sabía que quedaba comida sólo para ese día, y que salir a la calle a conseguir sustento, era un imposible. Ni basura quedaba.

Luego de pensarlo fue por el arma y las tres únicas balas. Esperaría a que su madre y su hermano comieran, se acostaran y les haría partir primero, para luego acabar consigo mismo. ¡Pero tenían que meterse esos tipos y acabar con sus planes!

Ahora allí estaba él, recostado en una hamaca, en un sembradío apartado, dentro de un rancho que se alumbra cada cierto tiempo por las hendijas de la madera y del zinc, pensando ¿por qué les había tocado vivir?

Los sollozos persistían, él todavía rondaba minuciosamente la idea que tuvo kilómetros atrás en su casa.

—Sigue sollozando, doctor —preguntó María Luisa Sarmiento a Pedro Aguilar, quien para ese momento estaba de guardia en el hospital psiquiátrico.

—Sí, sigue sollozando. Ya mató al hombre de la trampa y recordó todo, justo ahora está en la hamaca. Mañana seguro tomará el arma que escondió bajo la cama de los viejos, los matará de nuevo y todo volverá a repetirse —respondió Pedro, mientras observaba por la ventanilla de la habitación a un hombre amarrado que hablaba en tres voces distintas el mismo guión una y otra vez, sudoroso y temblando.

—¿Y la vista, doctor, recuperará la vista? —preguntó María, esperanzada.

—Su condición es extraña, muy extraña, señora. Su vista nunca volverá del todo, siempre será así como intermitente, con pequeños destellos. Él se disparó en la sien desde muy cerca, es un efecto de la pólvora en la retina. De por sí es un milagro que esté vivo y que halla durado tres años en esto —respondió el galeno.

—Nunca pierdo la esperanza, doctor. Gracias por estar —replicó María.

—De verdad, señora, tiene toda mi admiración. Perdió a un hijo, estuvo al borde de la muerte, y aún así está aquí, pendiente de la vida de quien pudo haber sido su asesino, esperando a que mejore. Hay cosas que nunca entenderé —dijo el doctor, sin dejar de tomar notas.

—Lo que sucede, doctor, es que pase lo que pase uno nunca deja de ser Madre. Y ese hombre que usted ve allí, con todo y sus actos y que ahora es un despojo, nunca dejará de ser mi hijo. Además, ¿qué me tengo yo en esta vida?, nada, doctor, ¡Jorge Luis es lo único que me queda!

Fin.

J. O.

(Derechos reservados)




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