Porlamar
29 de marzo de 2024





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Uno no se va de donde fue feliz (la historia de Chenga)
Un día, ocho años después —o eso creo—, pasó algo extraño. Yo tenía en la mano un yoyo, se me cayó y terminó detrás del viejo televisor. Fui por él, y al recogerlo pude notar que el cable del TV estaba cortado, no terminé de salir del asombro cuando, detallando bien, vi que la pantalla estaba rota.
Juan Ortiz

19 Jun, 2019 | Estaba buscando mi balón, Yanmar lo había pateado durísimo desde la salina, donde jugábamos futbolito. El loco le dio tan fuerte a la pelota que la vimos llegar al mar, unos 150 metros más allá de la cancha de barro y agua.

Revisé durante mucho la orilla, y nada. Cinco minutos después escuché un siseo, volteé y era una anciana en un rancho de paredes de madera y techo de zinc.

—¿Buscas esto, no? —me dijo, y luego trajo al frente su mano izquierda, donde tenía el balón.

—¡Señora! ¡Sí!, ¡qué pena!, de seguro cayó en su casa, espero no se rompiera nada —respondí, mientras me acercaba emocionado en busca del balón.

—No, mijo, no se rompió nada, descuida, toma —dijo y extendió su mano.

Tomé la pelota, y me fue imposible no ver dentro del rancho. A pesar de sus paredes hechas de madera de naufragio, y su techo verde, rasgado y apenas soportado por unos clavos contra unos frágiles troncos de yaque, a pesar de eso, adentro se veía cómodo. Pude apreciar una cafetera, varios muebles, una hamaca, pipotes para el agua, y, al fondo, lo mejor de todo: un viejo televisor.

—¿Todo bien, mijo? —me dijo la mujer, sacándome del trance.

—Sí, sí, solo veía lo bonito que tenía su casa, y también que tiene televisor. El de la casa se dañó hace un mes, y desde entonces no veo Ultramán. Je, je —respondí, entre nostalgia y emoción, tenía, apenas, 10 años en aquel entonces.

—Tranquilo, mijo, cuando quieras, ven a verla, la tengo de adorno. Descuida, vivo sola, me haría bien tener con quien conversar de vez en cuando. Me llamo Chenga —me dijo, alegre.

—¿En serio? —respondí, emocionado—. Un placer, me llamo Juan.

El resto fue una excelente amistad que continuó con los años. Yo llegaba donde Chenga a las cuatro, encendía el TV y ponía Ultramán; siempre la misma serie, una y otra vez, siempre la misma sonrisa, la misma calidez, allí conversábamos, tomábamos café, mientras la sal del mar se colaba por la puerta y las ventanas.

Algo mágico era que, no importara cual pidiera, siempre tenía la fruta de la que yo me antojaba: mangos, melones, patillas, tamarindos. Era una suerte de desear las cosas, y allí estaban.

La amistad fue tan inmensa con el pasar de los años, que yo le seguía visitando: en el mismo rancho frente al mar, bajo el mismo techo de Zinc, a pesar de que en casa ya tenían TV. Uno escoge donde irse, adonde aparecerse, siempre.

Un día, ocho años después —o eso creo—, pasó algo extraño. Yo tenía en la mano un yoyo, se me cayó y terminó detrás del viejo televisor. Fui por él, y al recogerlo pude notar que el cable del TV estaba cortado, no terminé de salir del asombro cuando, detallando bien, vi que la pantalla estaba rota. Volteé, asustado y extrañado, a verla a ella, y allí estaba, igual que siempre, sonriente.

—¿Qué quieres ver, Juan? ¿Qué fruta quieres comer? Aquí siempre hay café, y algo bueno de qué hablar; me haces falta, mijo —mientras decía eso, ella empezó como a desvanecerse, y un fuerte ventarrón comenzó a soplar desde la salina, arremetiendo contra el rancho hasta reducirlo a escombros.

Logré salir de casualidad. Nunca quise creer de lleno lo que viví esos años, ¿adónde me sentaba realmente?, ¿con quién hablaba? Lo más extraño fue que, revisando los escombros, hallé el balón de futbolito, al lado de un retrato de un viejo equipo de niños de 10 años, con una vieja nota de duelo del Sol de Margarita que lamentaba la muerte del grupo en aquel triste accidente.

A lo lejos Yanmar me llama, creo que es hora de volver a jugar con los muchachos.




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