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Hoy en la columna estoy complacido de compartir las letras del cuentista Jean Devenish, con su relato "El duende".
Juan Ortiz

26 Dic, 2018 |

El fuego era uno de los elementos más importantes del campamento. Carlos siempre se esmeraba en mantenerlo vivo, había aprendido de sus dirigentes que el fuego significaba el espíritu del campamento, si el fuego se apagaba, todos en la patrulla deberían empacar sus cosas y volver a casa. Por eso, en su función como subguía, se había propuesto procurar que el fuego de su fogata no se apagara. Además de mantenerla encendida, la lumbrera siempre debía ser supervisada, pues no faltaba el dirigente mal intencionado que pasaba con una olla grande llena de agua, lista para ser lanzada en el fuego que encontrase descuidado.

Durante la noche se sorteaban las horas de guardia, momento donde alguno de los 7 de la patrulla debía cuidar el fuego durante una hora. Sería despertado por el del turno anterior, y a su vez él despertaría al otro, finalizada su jornada.

Carlos se aseguraba de ocupar los horarios menos populares entre sus compañeros de patrulla, de esa manera evitaba tener que volver a casa más pronto de lo deseado, porque alguno de ellos no pudo aguantar el despertarse temprano.

El horario más difícil era el que comprendía entre las 3:00 y las 5:00 a. m., considerando que a las 6:00 a. m. tocaban la diana para despertarse y salir corriendo a la calistenia. Carlos no tuvo problemas en ofrecerse como voluntario para dicha hora.

Se encontraban en un sitio llamado Agua Fría, un camping situado al lado de una represa en el tope de una cadena de montañas en los Altos Mirandinos de Venezuela. La represa era una masa de agua bastante importante, como un lago, y en los meses de verano era muy común ver personas haciendo deportes como kayaking, velerismo o remo.

El embalse servía de reserva de agua para el pueblo de El Jarillo, que quedaba debajo del valle; un pueblo hermoso, colorido y famoso por los paseos en parapentes, y los choripanes.

Los cuidadores del lugar indicaban que las aguas eran muy peligrosas y profundas, especialmente en la época de invierno, entendiendo que en Venezuela no existen sino dos estaciones: verano (época de calor) e inverno (época de lluvia). Por tal motivo los jóvenes tenían prohibido acercarse, especialmente de noche, porque de caer en el agua fría, no habría quién se diera cuenta y le rescatara.

El campamento había sido muy divertido, la patrulla de Carlos iba de segundo lugar en la cartelera de puntuaciones del campamento. Sabía que era cosa de pocos puntos para lograr terminar de primeros. Su grupo scout se llamaba “San Luis Rey de Francia”, y era un orgullo pertenecer a él. Resulta que su abuelo había formado parte del movimiento en su época de juventud, lo que lo convertía en uno de los pioneros en esas tierras, quizás hasta pudo conocer al mismísimo Baden Powell, el fundador de los Scouts, cuando fue de gira al país.

Nada desconcentraba a Carlos, estar en el bosque, en la naturaleza, dormir en la intemperie, cocinar tus propios alimentos y liderar a una tropa de locos no tenía comparación.

Aquella noche era fresca, los suficiente como para tener que abrigarse bien el cuerpo y la cabeza para mantener el calor. El fuego de la fogata cumplía con su función de mantener caliente el ambiente al que hacia guardia. En aquella época las carpas eran de lona gruesa, y no de nylon, como lo son ahora, por lo tanto se podía estar cerca de una fogata sin peligro a que se incendiase.

A las 3 de la mañana su compañero de patrulla lo despertó. Somnoliento, se paró y tomó su posición al lado de la fogata. Se dio cuenta que no tenía suficiente leña para mantener vivo el fuego. Buscó en los alrededores y tomó algunos troncos pequeños y algo de yesca, para que el fuego levantara e iluminara el tabú, que es el nombre que se le da al espacio que administra la patrulla, normalmente cercado para indicarle a los no miembros que deben pedir permiso para pasar. Carlos siempre buscaba que se iluminara bien la zona para estar pendiente del Zorro.

El Zorro no era un animal, era un personaje inspirado en la serie de TV de Disney “El Zorro”, quien durante los campamentos se encargaba de hacer desastres en los tabús descuidados de las patrullas; el misterioso personaje cortaba las drizas de las carpas o se robaba las cosas que dejaban fuera de ellas.

Nunca se sabía quién era el Zorro hasta que alguien lo atrapase o al final del campamento. Ya este personaje se había cobrado un par de carpas y robado un bidón de agua que hizo sufrir a más de uno, especialmente al encargado del agua, el aguador.

El fuego se levantaba, audaz y rápidamente Carlos lograba que cada vez más se iluminara el campamento. Arrodillado frente al fuego juntaba los leños, buscaba formar una especie de cruz con cuatro leños alrededor de las brasas ardientes. De esa manera solo tenía que empujar alguna hacia el centro y el fuego se mantendría encendido por bastante tiempo.

Movía un leño y arreglaba el otro. Mientras hacía eso, por el rabillo del ojo vio un movimiento a su derecha, volteó inmediatamente y solo logró ver lo que el fuego le permitía: unos árboles que se encontraban quizás a tres o cinco metros de distancia.

Temiendo que fuese el Zorro, el joven decidió seguir trabajando en el fuego y hacerse como que no había visto nada, después de todo, si era el Zorro, capturarlo o dar la voz de alerta, sin lugar a dudas, les darían los puntos necesarios para que llegaran al primer lugar de las posiciones.

Alerta, pero haciendo como quien se concentraba en el fuego, vio algo de nuevo, pero esta vez lo que observó por el rabillo del ojo parecía una especie de luz verde oscura que salía desde el árbol que tenía más cerca. Volteó, pero no vio nada extraño, solo lo normal que la claridad del fuego dejaba ver: árboles quietos, nada de movimiento ni luces verdes. Ante la inusual situación su corazón empezó a latir con fuerza.

Sin saber que hacer, volvió su atención al fuego, tratando de entender lo que sucedía. Trató de mantener la calma y tomó lentamente la hachuela que tenía cerca de él. Mientras trataba de entender lo que sucedía, volvió a ver, por el rabillo del ojo, una luz verde muy intensa, era más como un halo de, tal vez, un metro de alto, que salía del mismo árbol anterior. Esta vez la luz era más clara. De repente, sin aviso, vio, aún por el rabillo del ojo, una figura pequeña, como de niño, que se asomaba por el mismo sitio donde estaba el halo, esta figura parecía humana, pero no lo era. Era pequeña, parecía no tener cuello, era más como un viejo enano con ropas antiguas. La figura hizo un gesto: levantó el brazo y lo agitó como saludando mientras sonreía.

Carlos volteó y no vio nada. Todo desapareció. Estaba claro que eso no era el Zorro. Soltó la hachuela y corrió a la carpa, se metió en ella cerrándola inmediatamente. Se tapó la cara con el bolso de dormir hasta quedar dormido un par de horas más tarde.

Al día siguiente todos se despertaron al sonar la diana, incluso Carlos. Rápidamente corrió, juntamente con su patrulla, al sitio donde sería la calistenia. Para su tranquilidad pudo ver que las brasas de la fogata seguían encendidas. Acercó las cuatro estacas y siguió corriendo. Carlos nunca habló de lo sucedido con nadie.

Pasaron 20 Años. Carlos más nunca volvió a Agua Fría. El grupo cerró pocos años después de aquel campamento y tuvo que cambiarse a otro. Ya era adulto, los días de Scouts habían quedado atrás, así como el recuerdo de aquel campamento. Se enamoró, y cierto día conoció a sus suegros: Montserrat y Ramón. Poco le faltó a Carlos para darse cuenta de que las tertulias familiares siempre terminaban en cuentos de espanto, y él siempre trataba de demostrar que aquellos cuentos no eran más que inventos, que pudieron ser mil cosas, o que era la mente tratando de explicar cosas que no existen, o histeria colectiva, por decir algo.

Un día, en una de esas tertulias, doña Montse habló de su experiencia de niña, un encuentro cercano con un “momoy”, un duende de las montañas, protector de las aguas.

Carlos estuvo a punto de rebatir la historia, hasta que un recuerdo le cruzó por la mente y le hizo poner los pelos de punta: aquella noche, la luz verde y la figurilla extraña al lado de la represa… Fue el primer momento donde Carlos aceptó que algunas de esas cosas pudieran ser verdad. Anteriormente solo había creído en las historias de aparecidos, y porque su madre, María, los había visto también de niña.

Las historias y los cuentos, la vida misma se encarga de cruzarlos, siempre.

Pueden seguir la labor de Jean en su página: WWW.jeandevenish.com




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