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Beisbol en Altagracia
En una oportunidad se suspendió el juego por un batazo que dio Nicolás Venao, y la pelota se perdió entre la maleza. Al día siguiente Félix Chirinos se levantó oscuro, buscó la esférica ayudado por la claridad y corrió hasta el caño de Los Burros, por donde pasaría Nicolás rumbo a Juan Griego, como todos los días. Agazapado, al verlo pasar, lo tocó con la bola gritándolo “¡Usted ‘ta out, carajo!”.
Mélido Estaba Rojas | melidoestaba@gmail.com

18 Nov, 2018 | El “Sitio de Ron Altagracia” fue el máximo escenario de acontecimientos beibolísticos -y más- en ese pueblo de locos y poetas, donde la historia perdió los rieles y se embochinchó en alegrías e impredecibles para ponerle el sello de “especial” dentro del llamado realismo mágico. El Sitio fue concentración dominguera, donde equipos como “Los Sapos de Tacarigua”, “El Kajambo”, del Valle de Pedro González; “Las Águilas de Guanoco”, de Juan Griego (el único equipo del mundo dirigido por un invidente –el ciego Tomasito-); y Punta de Piedras, se enfrentaban a la novena local. El “estadium” (con grama artificial de maracas de yaque) quedaba frente a la casa del inmortal José “Mañía”, que los domingos mataba puercos y tiraba chicharrones a la ceba, entre toques de furrucos de diferentes tamaños, que él confeccionaba con latas de leche Klim y cueros de chivos que le suministraba Pedro “Cayuya”. Hoy en ese terreno se levanta el liceo del pueblo. Desde bien tempranero, Mario y “Chimón” se alistaban con sus carritos para vender los pocicles “El Trompillo” (redondos y cuadrados, a locha), y los gordos de allá arriba alistaban sus panas con pasteles (ahora son hayacas) hermanados con torrejas, inventando sin querer el sabor agridulce que ahora se robaron los chinos.

Si el mundo hubiese sido otro, pítcheres excelentes como Eustacio González, “Tacito, matamonos”, llamado así porque mató a un mono de un peñascazo; Silverio “garza morena”, Simón Quijada, “Neno” el de La Sabana, Pedro Ramón, el de mi casa; y el tremendo “Chico Chapela” conocido también como Sonrisa, habrían llegado sin problemas a las Grandes Ligas. Dígame usted qué hubiera sido de Luis “Gallón”, un receptor capaz de “quechar” con la mano pelada y sin careta (tremendo ahorro para los Yankees de New York); y Félix Chirinos, el mejor primera base de aquellos días; o “carburo”, el de María La Negra, especialista en plantarse bien adentro del home para que le dieran su pelotazo y lo mandaran a la primera, sin dolor de su alma y muerto ‘e la risa. El fanatismo era tal que jugadores como Régulo Estaba dormían con el uniforme puesto, locos porque amaneciera. A Secundino y Virgilio “Renguengue”, bateadores de mucho poder, los mantenían dos días antes del juego fuera de sus casas para que no se debilitaran haciendo cositas indebidas con sus mujeres.

Los guantes, mascota y mascotín eran hechos por los jugadores, con lona de barcos como el de Alfonzo Mata o Catalino Rodríguez, teniendo como modelo platos de peltre, y cosidos con hilaza encerada. Los bates no tenían problemas, pues se confeccionaban con palos de cuica o yaque, a fuerza de machete en los cardonales de Pastora. Lo más problemático a la hora del encuentro era la pelota, porque solo había una y en muchos casos se extraviaba y había que suspender el juego, o dormir en el sitio hasta que amaneciera, para que llegara la claridad del día y continuar la jornada. En algunos casos la competición se detuvo por horas mientras iba un mensajero en bicicleta, desde Altagracia a La vecindad, a buscar un emergente, para que bateara como “refuerzo”. Además de la casa de “Mañía”, detrás del home quedaba la de “Pina”, con un pozo grande, donde con mucha frecuencia caía la bola. Entonces había que traer a Genaro el de Inecita, experto zambullidor de langostas, para que la sacara, y ponerla varias horas a secar para reanudar el partido.

En una oportunidad se suspendió el juego por un batazo que dio Nicolás Venao, y la pelota se perdió entre la maleza. Al día siguiente Félix Chirinos se levantó oscuro, buscó la esférica ayudado por la claridad y corrió hasta el caño de Los Burros, por donde pasaría Nicolás rumbo a Juan Griego, como todos los días. Agazapado, al verlo pasar, lo tocó con la bola gritándolo “¡Usted ‘ta out, carajo!”.




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