Porlamar
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Porlamar, una ciudad grosera
Ya no. Ahora es espejo de cómo la miseria y la pobreza se igualan, dolorosamente, y en medio de una creciente inseguridad la muerte se desparrama en su geografía con tanta saña que impera el miedo.
Ángel Ciro Guerrero angelcirog@hotmail.com

14 Sep, 2018 | Como soy de Porlamar un ciudadano y no un habitante, considero mi obligación advertir que, aceleradamente la capital de Mariño está cada día convirtiéndose en una ciudad tosca, fea, sucia, escenario inmenso de abandono, desidia, olvido.

Calles y avenidas, urbanizaciones, barrios, casas, edificios, ranchos, fábricas, negocios tiendas, comercios, empresas, se aprecian descuidadas al extremo; calzadas intransitables, aceras deterioradas, fachadas descoloridas, paredes con friso cayéndose a pedazos; los pocos árboles y palmeras, así como solitarias áreas verdes y caminerías muriéndose enfermas, sin riego, sin cuido, evidencian la desidia de autoridades y reiterada violación de normas por parte de los habitantes de una ciudad que era hermosa, pujante, atractiva, marinera.

Reina el no me importa, el que lo arregle el gobierno, el yo no fui, el ése no es mi problema, mientras el feo gris va tapando lo poco que queda, casi nada, del antiguo brillo de una ciudad que fue alegre, colorida, que le disputaba al mar la belleza y era en el país anhelo de todos por conocerla. El Miami nuestro, pues, donde, valga el recordatorio, se hacía posible el criollo tá barato, dame dos.

Ya no. Ahora es espejo de cómo la miseria y la pobreza se igualan, dolorosamente, y en medio de una creciente inseguridad la muerte se desparrama en su geografía con tanta saña que impera el miedo.

Hay muchos, muchos rostros feos en los que se perfila odio, resentimiento, terrible falta de educación donde el buenos días, el permiso, el gracias se pierden en las imprecaciones, en el reclamo violento, escatológico, en el desafío machista, vulgar, estúpido, denigrante.

Nos decía un nativo que a Porlamar han ido recalando incontables extraños, de tierra firme huyendo, pareciera, llegado a continuar aquí su marginal modo de vida que allá le fuese impedido. Que a la hora de pedir papeles, tendrían que arrinconarse contra la pared, que no sabrían explicar el motivo del viaje ni el por qué de la permanencia.

Eso de a las damas ni con un pétalo trastocó en abuso, el machismo recrudece y el que se atreve a un gesto cortes es visto raro. En la Plaza Bolívar no se respeta a nadie. Hasta los policías-ciclistas incumplen normas elementales del buen hablar o de atención a la gente. Pulula el delincuente, el abusador, el infractor de cualquier ordenanza y ley. Son los que destruyen la ciudad en lo moral, muy triste y peligroso, y la dañan en lo físico, que obliga millonarias sumas repararla.

Los vendedores de toda suerte de baratijas, desde el compro oro, euros, dólares y plata; el turco vendedor de ropa, junto a pasta, arroz y harina pan; los chinos siempre impredecibles y maleducados, las empanaderas, vendedores de café, de tarjetas telefónicas y otros servicios, hasta la mayoría de los transeúnte son, lamentable decirlo, muestras ambulantes, de carne y hueso, de gente amargada, con rabia en los ojos, gestos agresivos. Son los habitantes de la gran Corte de los milagros en la que Porlamar se ha convertido.

La muchacha que lava el piso de la tienda y lanza el agua sucia a la acera, el empleado que saca la basura, toda la del día, metida en una bolsa donde apenas cabe nada, y deja que los perros la desparramen o el indigente que la escarba buscando qué comer son, también, ejemplos desagradables pero ciertos de cómo y cuánto avanza, por la libre, la degradación de nuestra ciudad. La pobre, sufre. Como si ese otro salitre la fuese corroyendo.

Hay, no debe ocultarse, otro problema cada vez creciente: ya son cientos los niños de la calle deambulando por el cuadrilátero urbano ocasionando problemas. Asombra, asimismo, que las bachaqueras y bachaqueros sean quienes dominen todo el escenario, la geografía social, el mercado persa que se ubica, descarada maraña de tarantines, en los alrededores del centro citadino donde, con punto o sin punto, a usted le venden desde una aguja hasta un elefante.

Un agudo observador pregunta en la cola, conversando sobre el tema junto a quienes desesperan por la llegada del autobús, si Porlamar cambió el progreso por el atraso, el avance por el retroceso, para distinguirse, ahora, como una ciudad grosera. El calificativo que le asigna lo aprueba una empleada de banco que suda en la desordenada fila: Sí, dice. Suena duro, pero es verdad. Los que la queremos, la sufrimos.

El cronista interviene y recuerda que ser ciudadano es querer la ciudad donde se vive, sueña y trabaja. Por tanto, obligación defenderla, amarla, respetarla. Ser habitante es vivirla, expoliarla, utilizarla, no quererla, despreciarla. Esa abismal diferencia la dejaron bien explicada el filósofo Monsivaàis y los poetas Borges, el ciego que mejor miraba al mundo y Fuentes, padre de la poesía de estos tiempos de tanto desprecio por la vida.

Pero eso nada importa, quizás porque no lo sabe el malandro que busca, azaroso y enfermizo, la oportunidad, tanto como el empleado de la alcaldía o del ministerio, el policía, el guardia nacional, que miran para el otro lado, tan corruptos que cobran, además del salario, por no hacer nada a favor de la ciudad, sino todo lo contrario.

Mientras, los pocos ciudadanos que resisten lo hacen lentamente. Es que les pesa la carga gigantesca de ver morirse la ciudad y no poder auxiliarla solos. Porque pareciera que el señor alcalde está más ocupado en construir su muro político que en edificar las defensas necesarias para apuntalarle a la ciudad sus debilitadas estructuras.




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