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Jorobas y camellos
La ciudad jorobada.
Juan José Bocaranda

24 Jun, 2018 | Temerosos de que les arrebataran la joroba, los jorobados fundaron su propia ciudad, que sólo podía ser habitada por jorobados. Nació, así Ciudad Dromedaria, La Dromedaria o La Corcovada. Tener una quinta allí daba prestigio. Por ello los nuevos ricos viajaban al extranjero para implantarse brillantes jorobas.

Durante la noche, la joroba-símbolo, fosforescente, se destacaba como seria advertencia para los merodeadores, muchos de los cuales desaparecían para siempre y sin dejar rastro. Era custodiada por un ejército de samuráis jorobados, que sabían utilizar la joroba para propinar martillazos mortales.

Cuando los usurpadores eran descubiertos usando jorobas de plástico, se les castigaba con penas cuadruplicadas, como lo merecen todos los tramposos, jorobados o no. Otros se practicaban costosas operaciones quirúrgicas para que les trasplantaran las jorobas dejadas por los difuntos, si es que las dejaban, pues muchos estaban tan apegados a ellas, que se las llevaban al más allá para seguir con la buena suerte.

Para recibir el título universitario en Ciudad Corcova, era requisito indispensable usar en el acto de graduación togas escotadas que permitieran ver desnudas, a lo lejos, las jorobas lustrosas y felices.

En la Suprema Corte de la Corcova, los jueces medían los casos, no por razones, sino por torceduras. Por supuesto, la justicia también era jorobada. Es más: para todos ellos lo recto repugnaba, por esencia, a la razón. Y la razón les decía que la rectitud estaba en la joroba, así como los sabiondos de la "matemática corcovada" afirmaban que la distancia más corta entre dos puntos era la joroba.

La alegoría romana de la justicia fue reemplazada por la figura de una miss hermosa, muy ligera de ropa y con una digna joroba que contribuía a resaltarle la belleza.

Era de ver y de admirar a los siempre interesados estudiantes de Derecho, jorobarse en prosternación servil ante jueces y profesores cargados de jorobas bursátiles, a quienes prometían emular en sobajamientos protocolares y diplomáticos.

Una escribiente, estudiante de Derecho, escondía los expedientes en el extremo sur de la joroba, hecho que le generaba cuantiosos emolumentos.

La corrupción, la perversión, la injusticia, la traición y muchas otras virtudes democráticas, se sembraron y extendieron como una enredadera fatal en La Corcova. Llegó, pues, la hora del castigo bíblico. La nueva Somorra fue sepultada para siempre por una tupida tormenta de arena. Bajo las cenizas yacen hoy los cadáveres de sus habitantes, en las posiciones más abyectas e inverosímiles. Entre el polvo sobresale una parte de la joroba de hormigón que una vez fuera el orgullo de los jorobados, yo uno de ellos…

Camello sin devoluciones...

En un pueblo perdido en los arenales de Namibia, mercaba un traficante de camellos que se valía de la ocasión para enriquecerse a costa del mal ajeno, como suelen hacerlo los ladrones de otras latitudes.

Un día llegó un suicida profesional norteamericano que iba a Playa Esqueletos buscando la muerte a través del hambre o de la sed. Pagó una gorda suma de dólares por un camello que parecía un monumento, dotado de anchas chapaletas y de una joroba de capacidad diluvial. Lo llamó Mascachicles.

Salió con la aurora, para ganar tiempo. Pero pocas horas después estaba de regreso porque Mascachicles se notaba extremadamente deteriorado y arrojaba vapor por todos los orificios.

- Señor, le devuelvo el camello. Botó dos chorros de agua por las narices y la joroba le quedó completamente vacía.

- No se aceptan devoluciones. ¿No leíste ese cartel de advertencia?

- Está escrito en lengua extraña para mí.

- Es oschiwambo.

- Pero yo sólo conozco el koekoe.

- Pues te "jorobaste". No se aceptan devoluciones.

- Oh, my God! ¿Y ahora qué hacer?

- Te vendo otro camello...

- ¿Cómo mentarse la madre en oschiwambo?




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