Porlamar
23 de abril de 2024





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"Ayáaa Cañogruya"
Llegué a Puerto Samariapo. Todo desierto. Después de largas horas, cerca de las tres de la tarde por fin apareció una pequeña canoa, en la que terminé viajando y de la que era dueño un señor colombiano, Tomás Gudiño.
Juan José Bocaranda E.

6 Jun, 2018 | Hoy, los recuerdos de mi viaje a Caño Grulla, donde estuve en 1985 para entregar a los hermanos Piaroa el Cuaderno de Derecho “La Mazorca de Luz”. En Puerto Ayacucho me alojé en la casa de los padres salesianos, con quienes me había relacionado a raíz de la introducción de un Recurso de Amparo a favor de los indígenas (1983).

Llegué a Puerto Samariapo. Todo desierto. Después de largas horas, cerca de las tres de la tarde por fin apareció una pequeña canoa, en la que terminé viajando y de la que era dueño un señor colombiano, Tomás Gudiño. Él la tenía por vivienda, junto con su mujer piaroa y el niño de ambos, de dos meses de edad.

Nos cayó la noche. Pernoctamos en la casa de Pablo Rivera, también colombiano, ubicada a orillas del Orinoco.

En la oscuridad, solo puedo conocer la voz de Pablo hasta que al día siguiente el sol me lo alumbre humilde, franco y amable.

El tiempo estuvo amenazando toda la noche, con enormes fogonazos que nos tasajearon el sueño en aquel tablado, tendido sobre trocos enormes.

Pablo Rivera extiende frente al caney el cuero de una tragavenados que un vecino mató hace varias noches, cuando trató de sorprenderlo mientras buscaba agua a la orilla del río. Me lo ofrece en venta. Rechazo amablemente la oferta.

Pablo es muy, pero muy pobre. Solo le acompañan una mujer piaroa, una sartén, una olla, dos platos, dos vasos de aluminio, todos abollados, algunos cubiertos, y una mesa ennegrecida por el moho. Sobre las tablas carcomidas rebotan las goteras de la mañana lluviosa, mientras desayunamos con pescado que ha llevado Tomás.

Nos despedimos con sensible tristeza. Ya en la canoa, la mujer de Tomás señala con el dedo el horizonte detrás de ella y me dice en castellano casi ininteligible, "ayáaa, Cañogruya", mientras sostiene sobre las piernas al niño recién nacido, silencioso como la brisa del río, y cuyo llanto no llegué a conocer.

A tantos años de distancia, vuelvo la mirada hacia atrás y veo con sentimiento, dos parejas humildes, un niño criado a la intemperie, en una desvencijada canoa, la mansa resignación de Pablo Rivera y de su callada mujer y el alma generosa de Tomás Gudiño, a quienes hubiese querido servir como un hermano. Sentí la urgencia interior de ayudarlos económicamente, pero no me alcanzaba. Lamentablemente, la sola fraternidad y la sola buena voluntad no rinden.

"Ayáaa Cañogruya".




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