26 Abr, 2018 | La ola de protestas que tiene lugar en Nicaragua me permite dos comentarios estableciendo paralelismos con nuestra circunstancia venezolana.

PRIMERO. Daniel Ortega ganó la presidencia por tercera vez consecutiva en el 2016 con el 72% de los votos, consolidó alianzas con los empresarios, obtuvo el respaldo del FMI, controló la Asamblea Nacional, monopolizó el poder dentro su partido sandinista, desapareció a los partidos de oposición. Todo parecía atado y bien atado hasta el 2022 y más allá. Pero un impredecible cisne negro despertó fuerzas dormidas y cambió el panorama.

No quiero decir con lo anterior que los venezolanos debamos sentarnos a esperar la azarosa aparición del palmípedo afrodescendiente. Pero, en nuestro estado actual de apatía y desencanto, debemos tener claro que el aparentemente inexpugnable control militar que ejerce Maduro sobre el país reposa sobre tantos desequilibrios, que producen gases socialmente inflamables en cantidad suficiente para estallar con la chispa más insignificante.

SEGUNDO. La rebelión nicaragüense estalla como consecuencia de un intento, técnicamente inobjetable, para corregir los desequilibrios en el sistema de pensiones. Los déficits se corrigen aumentando los ingresos y/o disminuyendo los gastos. Eso fue lo que intentó Ortega. Pero le pasó lo que a Carlos Andrés Pérez con el Gran Viraje: no tenía auctoritas, capacidad moral, para imponer medidas necesarias pero dolorosas. Confundió popularidad y capacidad legal, con auctoritas.

Cuando llegue el momento de la reconstrucción, tendremos que cambiar el grotesco sistema de pensiones que no alcanzan para comprar medio kilo de carne. Habrá que financiarlas, no con bolívares devaluados, sino con ahorros individuales y solidaridad intergeneracional. Habrá que tener líderes con auctoritas para el cambio necesario.