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25 de abril de 2024





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Las calles de la luna
Como no sabía adónde ir, me sentía aplastado, sin ganas de moverme. Me asfixiaba una mezcla horrible de angustia, tristeza, soledad y miedo. Me palpaba el pecho para ver si aún tenía corazón, pues me parecía más bien un ave muerta o una nuez seca. Y ello me acrecentaba el miedo, porque creía que la muerte me era inminente.
Juan José Bocaranda E.

Foto: CORTESÍA

Las calles de la luna. / Foto: CORTESÍA

22 Abr, 2018 | ¿Que quién tiene autoridad moral para describir cómo son las calles en la noche cuando no se tiene adónde ir? Yo. Porque lo viví… o, mejor aun, porque "lo morí…".

Por circunstancias que no viene al caso detallar, llegó un momento en que la vida, el destino o la suerte, no sé, me arrojaron a las calles, cuando acababa de cumplir treinta y ocho años de edad. Había quedado, absolutamente, sin familia. Los amigos me habían dado la espalda desde que la prensa me describió como un ser abyecto, involucrado en un desfalco cuantioso. Todo tan falso, tan irreal e injusto, que la vida miserable que entonces comenzaba para mí, fue mi mejor testigo. Si hubiese obtenido algún provecho pecuniario de aquel embrollo, no hubiese vivido la penuria que habría de acompañarme hasta mi muerte, que me sofocó en plena calle, en medio de un basurero.

Esa tarde de mi primer día de desgracia, fue para mí un hachazo en plena nuca. Expulsado de la pensión por falta de pago, salí de allí a la una de la tarde. Apenas logré salvar una pequeña maleta con algunas prendas de vestir, unas fotografías de mi familia y otros enseres de uso personal… Lo demás quedó en poder de la dueña del establecimiento "como forma de pago"…

A medida que avanzaba la tarde, comencé a sentir un peso enorme sobre la espalda; y el peso crecía y crecía cuanto más se acercaba la noche con su manto incierto. La maleta se me hacía cada vez más pesada e insoportable.

Como no sabía adónde ir, me sentía aplastado, sin ganas de moverme. Me asfixiaba una mezcla horrible de angustia, tristeza, soledad y miedo. Me palpaba el pecho para ver si aún tenía corazón, pues me parecía más bien un ave muerta o una nuez seca. Y ello me acrecentaba el miedo, porque creía que la muerte me era inminente.

Las calles se veían desiertas. Ni vehículos. Ni transeúntes.

Ah. La angustia y la sensación de soledad y desamparo que me asaltaron cuando me detuve en una encrucijada. Entonces se me vino encima el inoportuno pensamiento de que todo ser humano debería gozar de la satisfacción de tener un destino, porque ello lo revitaliza con la esperanza, lo sustenta con la alegría, y lo alimenta con la fe. ¡Qué horrible carecer de razón o motivo para optar por una u otra calle! Es como si las propias calles nos arrojaran poncheradas de desprecio, cerrándonos paso.

Temblaba no sé si por miedo o por frío, tal vez por fiebre. La primera de las mil fiebres que pasaría a la intemperie durante treinta años.

Mienten, por cierto, quienes dicen que uno se acostumbra. Jamás me acostumbré ni a la fiebre, ni al hambre, ni al dolor, ni a la soledad, ni a las humillaciones, ni al desprecio…todos forzados...

¿Que uno no se enferma? ¿Para qué, si la enfermedad comienza desde el primer día y jamás termina?

¿Que uno vive despreocupado, sin responsabilidades? ¡Mentira! Sería antinatural. Lo que pasa es que la vida no nos da alternativas. Pero el dolor lo llevamos dentro, como una garrapata aferrada al pleno corazón…

Las piernas no me sostenían. Era como si supiesen y me dijeran "pero ¿para que vamos hacia allá, o hacia acá, si nada ni nadie nos espera. No desperdiciemos energía, Vamos a descansar"…

Las calles, brillantes como espejismos, llevaban al infinito de la nada, sin ninguna esperanza… y eso desalienta a cualquiera. Sin embargo, no me quedaba otra sino andar adonde las piernas decidieran ir por su cuenta…

Empuñé la maleta y avancé por la penumbra a la buena de Dios... Ya iría perdiendo por el camino de los años, trozo a trozo, aquella maleta.

Cuando la policía recogió mi cadáver, solo halló unos cartones, donde yacía yo, un despojo humano, un zurrón podrido…

No. De la soledad lacerante de las calles no puede hablar sino el que las haya vivido, o, más exactamente, "el que las haya muerto, como yo"…




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