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La generosidad vaya delante
Mientras Espinosa estuvo a cargo de la Aldea, la Gobernación del Estado Trujillo le tenía asignada la “suma” de sesenta bolívares mensuales (¡). Además se ayudaba con la producción de aceite de tártago que teníamos que buscar en regiones áridas y remotas del estado Lara.
Juan José Bocaranda E. | jjbocaranda@gmail.com

15 Feb, 2018 | In memoriam

“En cierto lugar de La Mancha” conocí a un Quijote sin escudero ni rocín: el padre Nicolás Espinosa, quien hacía honor pleno a su fe sin poses de hipócrita ni conveniencias de verdulero. Porque predicar, gesticular y darse mandarriazos por el pecho con aparente compunción, puede cualquiera. Mas para vibrar con los hechos se necesita ser “un Evangelio vivo”. Y por vivirlo, Espinosa solía decir que no era “cura de misa y olla”, ni de palabras huecas, sino de obras tangibles. Generoso siempre. Franco y directo en toda circunstancia. Intemperante cuando le resultaba inevitable hacer sentir su carácter.

Pocos tan sensibles como él, dispuesto a la ayuda, al servicio, a la compasión. En no pocas ocasiones le vi desprenderse del último centavo para auxiliar a un menesteroso. Colocaba una cesta con panes en la puerta de la iglesia para los pobres. Creó la “Casa Agraria”, para que pernoctaran gratuitamente los campesinos que venderían sus productos en el mercado al día siguiente. Creó la “Aldea de los Muchachos”, albergue que mantuvo “con las uñas”, hasta que oportunamente lo recibió la Fundación La Salle, en 1981, a raíz de mi planteamiento al Hermano Ginés, con quien yo trabajaba como vicepresidente del Campus de Caracas.

Mientras Espinosa estuvo a cargo de la Aldea, la Gobernación del Estado Trujillo le tenía asignada la “suma” de sesenta bolívares mensuales (¡). Además se ayudaba con la producción de aceite de tártago que teníamos que buscar en regiones áridas y remotas del estado Lara. Hasta que la máquina de procesar el aceite falleció y no hubo dinero para comprar otra. También vendía personalmente gallinas y huevos en el Mercado de Valera. Ya abogado, solía acompañarlo desde la madrugada. En uno de los viajes, una gallina se escapó del guacal y se dio a revolotear dentro del carro. Espinosa logró agarrarla y se la colocó sobre las piernas. La gallina hizo de las suyas, y el padre exclamó: “¡c...¡ El único cura al que las gallinas c... en Venezuela, soy yo”. Sí. “Las” decía... Porque ¿de qué vale ostentarse como una momia santurrona, seca de tanto egoísmo y falsedad; o dejar las rótulas sangrantes caminando de rodillas hacia el santuario; o -como dice San Pablo- “hablar todas lenguas; tener el don de la profecía; conocer todos los misterios y toda la ciencia; ser capaz de trasladar montañas; y repartir los bienes para alimentar a los pobres y entregar el cuerpo a las llamas, si no se tiene amor”? ¿Cuándo comprenderán los creyentes que la primera condición es la generosidad, ante la cual todo lo demás es secundario? Las prosternaciones en las iglesias, en las mezquitas, en las sinagogas, las ceremonias, los rezos, las cofradías, los sermones, los sacramentos, los rosarios, todo esto ocupa el segundo lugar. No basta decir señor, señor, para entrar al reino de los cielos. Ello sería demasiado fácil. Como le dije a cierto magistrado de la extinta Corte Suprema, Dios no es bobo y no se deja engañar por los fariseos.

Me considero producto de la Aldea de los Muchachos. Al padre Espinosa debo lo que soy. No es mucho para los demás, pero sí todo para mí. Porque, hijo de un latonero de lámparas baratas, hubiese transcurrido mi vida vendiendo empanadas en las calles de Boconó. Aunque hoy estaría multimillonario de tanto atracar, como los mercachifles que arrancan treinta mil bolívares por una empanada triste como calcetín mal remendado. Venezuela antropófaga. Antítesis de la generosidad del padre Espinosa, mi benefactor y amigo, a quien recuerdo con profundo agradecimiento. La gratitud no la venden en el mercado. Emana como algo natural de un espíritu noble, que reconoce, con la memoria del corazón, todo favor.

¿Agradecidos? ¿Siempre lo somos?














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