Porlamar
25 de abril de 2024





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"Lluvia de pescaos"
El vendaval insistía pero no podía arrastrar al diluvio con inspiración de nasa gigante, que regaba las calles con la tersura babosa y esquiva del cardumen inoportuno. La comarca asombrada saltó a las calles desde las casas (que entonces usaban marcos pero no puertas, porque no había ladrones de quien resguardarse).
Mélido Estaba Rojas | melidoestaba@gmail.com

10 Dic, 2017 | ¡Muchacho! Eso fue una virazón que se destapó como a las tres de la madrugada de aquel diciembre, cuando apenas yo era un muchachito (me contaba mi abuelo Nicolás Marín, un jornalero ordinario y rústico, de dos metros de estatura y cara de vikingo). Trató de explicarme en su lengua de asaltante de puertos, que la mar bramaba como un toro herido, y el viento atrevido hacía olas en el aire con la imprudencia del aguacero que castigaba las calles de Altagracia.

Narró -con sus ojos de buitre acorralado- que los techos y las culatas temblaban unos y se mecían las otras frente al arrume de pescados que caía del cielo. Sardinas, cunaros, cuinches, lamparosas, y uno que otro pulpo de pequeña escala castigaban los traspatios y cardonales con los estrepitosos aletazos del desespero moribundo.

El vendaval insistía pero no podía arrastrar al diluvio con inspiración de nasa gigante, que regaba las calles con la tersura babosa y esquiva del cardumen inoportuno. La comarca asombrada saltó a las calles desde las casas (que entonces usaban marcos pero no puertas, porque no había ladrones de quien resguardarse).

Mi abuelo "Colás" reseñaba cómo Casta Secundina, su tía, se arremangó el refajo y quedó con las tetas al aire, recogiendo catalanas y apurando a su nieta Priscila que cogiera solo "achotes" que estaban tapaítos de gordura. A aquella hora las angoletas y chulingas se atosigaban picoteando calamares que todavía maldormidos se enredaban entre las ramas de yaques y guatapanares, luego del viaje interespacial hasta mi terruño.

Me dijo mi abuelo que el día sorprendió a los jateros embadurnados en el olor de felicidad que producen los trenes recién calados; los carajitos jugaban "el escondío" entre los turrumotes de especies marinas que anegaron al pueblo, y los carros de palanca o carretillas hacían viajes desde los cerros brillantes y temblorosos del producto marino. De El Valle de Pedro González, Las Gamboas, Juan Griego, Tacarigua, El Maco, El Cercado, La Vecindad, llegó la invasión ante la noticia de la lluvia milagrosa. Pero por más que sacaban pescado, los cerros permanecían y al punto del mediodía no se soportaba el olor, así que comenzó a venir refuerzo con mapires y taparos de sal. Las dos calles se convirtieron en un enorme mercado de salazón y se produjo –según "Colás"- la escasez de sal más grande que haya conocido Margarita en toda su historia. Algún día les termino lo que me contó mi abuelo.




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