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El odio contra la ley
El "Decreto de Guerra a Muerte" deja constancia de la ferocidad de aquellas jornadas. Nuestro pasado siglo XX no se quedó atrás. Mazmorras, grillos, rines pelados, palizas, duchas de agua hirviente, camas de hielo, macanas, alicates, tenazas a los prisioneros políticos junto al duro y amargo pan de los exilios arropan la historia política de ese siglo. De pronto prisioneros de ayer se mutaban en perseguidores de hoy. Hombres recios, curtidos en las cámaras de tortura, no vacilaban en verter odio a los opositores al régimen de turno.
Walter Castro Salerno | walterjosecastro@yahoo.com

19 Nov, 2017 | Curiosa y paradójicamente, no fue un explotado proletario ni un pobre campesino quien inventó el odio a la ley. Fue un miembro acrisolado de la alta nobleza rusa. El príncipe Kropotkin, quien planteó, fomentó la creencia y dio cuerpo al odio contra la ley. Al efecto dio ejemplos prácticos. Cultivó el singular noble rabia visceral a las leyes, a los gobiernos su burocracia e instituciones formadas, según decía y apostrofaba, por la sociedad en el transcurso de su historia, para sujetar al hombre y arrebatarle su más preciado bien: la libertad. Lo hizo, auxiliado por la dinamita, en forma desde luego espectacular y harto ruidosa. Fue seguido pronto por otro ruso, Bakunin. Ambos son precursores de lo que conocemos como ideario anarquista. Este movimiento fue pronto mal visto. No solo por los gobiernos, obviamente, a quienes apuntaba con sus explosivos anatemas, sino por todos los sectores. Desde el extremo de la izquierda, el centro liberal democrático, a la derecha clásica nostálgica del viejo orden monárquico y feudal. El odio, fermentado en los caldos de cultivo de las logias y sectas de finales del siglo XIX, ha tenido, y aún tiene, fervorosos militantes. La Europa balcánica, Francia, España, sufrían periódicamente atentados anarquistas en las personas de sus reyes y ministros. Durante la sangrienta Guerra Civil española en 1936, con Durruti, el anarquismo se hizo presente con coraje en la lucha contra el fascismo.

En la insurgencia estudiantil, del "Mayo francés", de 1968, en aquel momento sus irreverentes proclamas y manifiestos, entre ellos: el sacrosanto de "Prohibido prohibir", algunos palparon la huella anarquista. La señal en verdad aparecía como nítida. De modo que el odio a la ley viene históricamente hablando de las filas de izquierda. Entre nosotros, el odio forma parte integral de nuestro ADN. Los venezolanos nos venimos odiando desde antes del proceso, en el siglo XVI de la conquista hispano-alemana. Ya antes, el grito guerrero de los caribes, cuando despedazaban a sus enemigos: "Ana Karina Rote" ("Solo los caribes son gente"), marcaba un modo de lucha. No nos avergoncemos del comportamiento de nuestros ancestros. Naciones aparentemente más cultas o civilizadas que la nuestra construyeron galpones y encerraban a sus semejantes para fumigarlos y han lanzado bombas atómicas y napalm sobre aldeas y arrozales. La Guerra de Independencia, verdadera guerra civil como estudió y demostró Vallenilla Lanz, empapó literalmente de sangre y repartió barbarie a granel sobre todo el territorio venezolano. El "Decreto de Guerra a Muerte" deja constancia de la ferocidad de aquellas jornadas. Nuestro pasado siglo XX no se quedó atrás. Mazmorras, grillos, rines pelados, palizas, duchas de agua hirviente, camas de hielo, macanas, alicates, tenazas a los prisioneros políticos junto al duro y amargo pan de los exilios arropan la historia política de ese siglo. De pronto prisioneros de ayer se mutaban en perseguidores de hoy. Hombres recios, curtidos en las cámaras de tortura, no vacilaban en verter odio a los opositores al régimen de turno. En el siglo XXI, cuando se nos dijo una y otra vez, y así se postuló en la CRBV, que el tiempo de las prisiones, la sevicia de las torturas, el ostracismo, y que ninguna mujer o hijos llorarían otra vez por la siniestra oscuridad donde se hallaban sus parientes, y además la represión había muerto para siempre en Venezuela, se continúan presentando vergüenzas y tales miserias. No debe extrañarnos, pues, el odio. Es nuestro. Asumámoslo como tal. Es por tanto esfuerzo atajado e inútil, frente a problemas mucho más serios y apremiantes, como el de la economía, legislar sobre el odio.




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