22 Sep, 2017 | Todos los días del mundo, Julio y Luisa están cerca uno del otro. Les falta poco para que se pueda decir que toda una vida.

Desde que él, a los catorce, le dijo la primera palabra de amor y ella, recién de once, le sonrió plantando la matica de no me olvides.

Eso ocurrió un mes antes de que Julio se pusiera pantalones largos, y tres de estar Luisa en segundo grado y ser, en la escuela, la alumna mejor aplicada y la niña más bella de Porlamar. Que entonces era un pueblo.

El mar se veía desde la plaza Bolívar y las gaviotas a veces se dejaban traer por el viento, disputándoles el espacio a las guacamayas que también habían extraviado el rumbo.

Ya los gitanos habían traído el hielo y los marineros desde las Antillas las primeras neveras.

Que Julio aprendió rápido su arreglo y a los 20 era el mejor en toda la isla.

Pidió a Luisa un 8 de septiembre, frente a la Virgen, y dieron vida a 10 muchachos.

Julio, cercano a los 80, sigue siendo un hombre sencillo, honesto y trabajador.

Luisa, una dama, señora en todo, emprendedora y abnegada.

Juntos tienen un millón de amigos que van a saludarlos al taller ubicado en la esquina de la calle Ribas con calle Miranda.

Los dos ancianos son la gente más educada, bondadosa y amigable del mundo.

Hay un poeta que los identifica como "Los Novios" y así los saluda mañana y tarde cuando va y viene de su trabajo en Radio Nueva Esparta, todavía un eco en la mar.

La sonrisa de Luisa ilumina su cara y la flor de cayena que por costumbre lleva en el pelo la hace más hermosa en su senectud.

Julio la mira con un amor muy inmenso y es feliz. Ella es su sol, dice, mientras anhela el paso de las guacamayas. Las gaviotas no. Las gaviotas ya no saben dónde está la plaza Bolívar. Se la tragó el cemento.