24 Mar, 2017 | Si hay un tema del que me resulta difícil hablar es, precisamente, del pesimismo. Como buena caribeña crecí creyendo que “no hay mal que por bien no venga”, “la esperanza es lo último que se pierde” y “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Hasta hace poco, ser pesimista en Venezuela –donde incluso de las desgracias hacemos un chiste- era socialmente muy mal visto. Si te atrevías a quejarte u opinar públicamente acerca de lo mal que estaban las cosas en el país, no faltaba quien te acusara de negativo o mala vibra, seguido de una invitación a ser optimista. Pero los años van pasando y pareciera que hemos desarrollado un cuerpo –o cuero- para resistir y no terminamos de vislumbrar el bien por venir y nuestros jóvenes van perdiendo la esperanza y buscan emigrar a donde y como sea.

En 1992, a pocos días de aquel famoso 4 de febrero –quizás de los más significativos eventos parteaguas en los últimos años en Venezuela- el profesor Mauricio Báez (QEPD), haciendo gala de su genialidad como futurólogo, hizo un ejercicio de especulación anticipatoria del porvenir, con una visión tan fatalista del país que no solo no le creímos sino que lo acusamos de pesimista. La siguiente clase nos hizo estudiar a Norberto Bobbio –brillante pensador italiano, filósofo del derecho y teórico de la política- y su pesimismo de la razón, aquel que frente a quienes sueñan lo mejor teme la aparición de lo siniestro. Lamentablemente, las predicciones del Dr. Báez se quedaron cortas ante una realidad que supera los refranes y nos hace cuestionar las creencias que los subyacen.

El exceso de optimismo no sólo puede hacernos ingenuos sino hasta matarnos. Un ejemplo histórico es la paradoja de Stockdale, el oficial norteamericano de más alto rango preso durante la guerra de Vietnam. Durante ocho años fue torturado muchas veces, no tenía derechos de prisionero, fecha de liberación, ni garantía de que alguna vez volvería a ver a su familia. Entrevistado por Jim Collins acerca de cómo pudo lidiar con esta terrible situación y sobrevivir, dijo “nunca perdí la fe en el fin de la historia. Nunca dudé que no solo saldría de esa situación sino que además prevalecería y, al final, haría de esta experiencia el evento definitorio de mi vida…”. ¿Quiénes no lograron sobrevivir?, “los optimistas, aquellos que decían: 'seremos liberados en Navidad' y la Navidad llegaba y se iba, entonces decían: 'seremos liberados en Pascua' y la Pascua llegaba y se iba, y así para el día de Acción de Gracias… y finalmente morían de corazón roto”. Y añadió: “ésta es una importante lección, nunca debemos confundir la fe de que al final vamos a prevalecer, algo que no podemos permitirnos perder, con la necesidad de ser disciplinados para afrontar los brutales hechos de la realidad, no importa cuáles sean”.

Cuando nos atrevemos a ver de frente al horror, sin cortapisas ni falso pensamiento positivo, somos capaces de indignarnos. El pesimismo de la razón tiene que ver con el desarrollo de conciencia, pensamiento propio y actitud crítica. Para nada se trata de resignación o aceptación pasiva de la realidad, más bien de ser competentes para visualizar el peor de los escenarios y prepararnos para él. Este tipo de pesimismo es capaz de generar estremecimiento e indignación, el motor que ha movido las grandes revoluciones, incluso las pacíficas.

Si a algo están moralmente obligados los líderes, especialmente en momentos de crisis, es a ser pesimistas y a tener fe- una aterrizada y contextualizada- y anticipar y aceptar la realidad por dura que sea, y a decir la verdad y evitar la frustración y mostrar los caminos –aunque amargos, lentos y dolorosos- para alcanzar el éxito.

"El pesimismo es un asunto de la inteligencia; el optimismo, de la voluntad" Antonio Gramsci