21 May, 2015 | Finalizadas con éxito las primarias, surge como tema de discusión la pertinencia de la utilización, o no, de la tarjeta única en la próxima elección parlamentaria.

En mi opinión, la tarjeta única es la opción que más conviene para armar una campaña electoral eficiente y victoriosa. Además de las ventajas prácticas que trae consigo (simplificación del acto de votación y del mensaje al elector), la tarjeta única es el símbolo de la voluntad de colocar a los intereses nacionales por encima de cualquier otra consideración. Esto último quizás sea el elemento decisivo para desencadenar el vuelco emocional que se necesita para convencer a la franja electoral que todavía permanece indecisa.

Por el contrario, el mantenimiento de múltiples tarjetas crea condiciones para que el esfuerzo de campaña se debilite por las escaramuzas subalternas que inevitablemente surgirían. Esta opción, además, al propiciar un confuso minestrone de tarjetas y siglas, favorecería la estrategia sinuosa y perversa de partidos, como el MAS por ejemplo, que bajo el subterfugio de la despolarización le hacen el juego al gobierno para debilitar a la oposición.

Defendiendo el mantenimiento de las tarjetas, Carlos Raúl Hernández afirma en su artículo el pasado domingo que la competencia entre los militantes de partidos para lograr la mejor posición para sus respectivas organizaciones, conduciría a que, en conjunto, se lograra la mayor votación posible. Esta suerte de "darwinismo electoral" estaría respaldada por los planteamientos teóricos de John Nash.

Creo que Carlos Raúl se equivoca. Lo que en verdad Nash demostró es que en situaciones como esa, se establece un equilibrio entre los competidores, el "equilibrio de Nash", que está por debajo del óptimo de Pareto. Para romper ese equilibrio ineficiente hace falta crear condiciones para la cooperación entre los competidores. En este caso sería la tarjeta única.