18 Sep, 2014 | Existen palabras indóciles. Palabras que se resisten furiosamente a la domesticación. Palabras que tienen el temple levantisco de los cimarrones. A lo largo de mi vida he luchado con muchas de ellas hasta doblegarlas y apoderarme de sus significados. Por supuesto, el grupo de las recalcitrantes es muchísimo más grande, pero podría decir que algunas de estas últimas ya han rendido, ante mi paciente insistencia, parte del eco del verbo divino del cual son celosas portadoras.

"Dialéctica" es una de esas palabras que considero semidomesticadas. Inicialmente la entendía como la capacidad para desarrollar argumentos para vencer y, si posible, aniquilar al rival en un debate de ideas (creo que el comandante Chávez la entendió siempre así). Luego la empecé a considerar, hace 30 años cuando Fukuyama publicó El Fin de la Historia, bajo la perspectiva de la explicación hegeliana del movimiento cualitativo de la sociedad humana.

Actualmente estoy explorando lo que parece ser su sentido primigenio: Aristóteles la definió como "capacidad para investigar lo contrario". De acuerdo con este significado, la dialéctica vendría siendo un método de aproximación a la verdad que consiste en interiorizar las contradicciones entre seres humanos, para resolverlas en un concepto superior que las conserva conciliadas.

Estos comentarios vienen al caso porque la semana pasada conocí un magnífico ejemplo de la aplicación del método dialéctico. Durante la presentación del informe de gestión como presidente de la Cámara de Comercio, mi querido amigo Teodoro Bellorín mostró que logró "interiorizar las contradicciones para conservarlas conciliadas". Empresas grandes y pequeñas; empresarios jóvenes y maduros, margariteños de origen y margariteños de la comunidad árabe, chavistas y de oposición; juntos, "Por Todos", como dice su nuevo lema, en tres años multiplicaron por diez el número de afiliados y reposicionaron al gremio.

También Venezuela necesita más dialéctica y menos confrontación estéril.