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Nadie quiere matar el minotauro
Es la soledad que el lejano horizonte pone de bulto con el entendido que, detrás de él, amenaza otro horizonte igual.
Ramón Ordaz | rordazq@hotmail.com

23 Jul, 2014 | No siempre el pasado arroja lastres, restos perdidos de piezas que faltaban para construir el mosaico de nuestra cultura. Incompleta anda nuestra historia como nuestra literatura. No hay más que lo que ha venido a la superficie, y sobre su espejismo se ha glosado bastante, se ha extraído hasta el mínimo detalle, se le ha puesto en diálogo con documentos de otras latitudes, nuevas interpretaciones han salido a la luz, y allí, en la noche que nos trae el día siguiente, el limbo nos espera.

Es la soledad que el lejano horizonte pone de bulto con el entendido que, detrás de él, amenaza otro horizonte igual. De allí, tanto soliloquio a nuestro alrededor, tanta ensimismada gente sin deriva, tantas disimuladas utopías, tanto ídolo con pies de barro, tanta libertad mitificada. Tanta gruta de adoración perpetua como última esperanza.

Hemos salido del laberinto y, cuando más nos creíamos en el espacio exterior, nos percatamos de que fatalmente no hemos dado con la salida. Hemos hecho vida dentro del laberinto, crecimos y nos multiplicamos dentro de él. Amamos el laberinto, no podemos vivir sin él, somos el laberinto. La independencia que alcanzamos en 1824, ganada la batalla definitiva en Huamanga, Ayacucho, no es más que un eufemismo de la historia. Una vez más, la libertad, esa ficción de todas las épocas, hizo sus transacciones transitorias para que las partes volvieran a su vida normal.

Luego, los nuevos acomodos, nuevas leyes, pondrían las cosas en donde estaban para que se cumpliera, ayer como hoy, el lampedusiano precepto: cambiarlo todo para que todo siga igual. Sin tardanza y contemporizando, grupos políticos, grupos económicos, grupos culturales le caen al recién construido panal y muy pronto sabrá cada quien cómo la miel no se regala ni se expende libremente. Toda separación es dolorosa, trae desconciertos, extravía los viejos derroteros, la maleza que se levanta borra los caminos, todo es un eterno recomenzar, y en esa tarea de Sísifo se ahogan antiguos logros y realizaciones, pasan a la trastienda obras y monumentos del pasado inmediato, y lo inminente vuelve a ser la manida y socorrida frase de Samuel Robinson. Inventamos o erramos, el oportuno subterfugio para perdernos de nuevo y continuar en el laberinto.

Un cronista nuestro, Manuel "Toñito" Narváez, hizo la parodia con irónica fuerza: "Inventamos y erramos". Sustituye los términos excluyentes por una conjunción que tiene tinte de fracaso. Esa obstinada pasión por lo nuevo, la moda y sus novedades, que más temprano que tarde termina en el tacho de la basura. Ideales, credos, doctrinas, ideologías, programas, fundamentos, teorías, leyes, hasta la historia misma, quedan condenadas a ese final.




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